Los rubitos
Edgardo Rodríguez Juliá Puertorro Blues
Será un clisé y todo lo que sigue, pero sí es cierto que los taxistas tienen una especial elocuencia. Aun los que se mantienen en silencio perfecto hablan demasiado. Los taxistas argentinos son existencialistas y siquiátricamente pesimistas. A los dominicanos les gusta hablar del Canal de la Mona, de béisbol y también de la salsa.
Salimos de Waverly Place, con rumbo al aeropuerto Kennedy, en una fría mañana de fines de marzo. Tan pronto apreté el botón del béisbol, con la confrontación entre el “plátano power” y el “mofongo power”, bien se animó a criticar al dirigente de la escuadra dominicana, Tony Peña: “Se confió mucho; como todos eran peloteros estrellas, se confió”… El dominicano, que siempre es agudo y gracioso, ahora llama la atención hacia sus esmeradas palabras, en un tono pausado, de filósofo que ha contemplado el pasaje difícil de la Mona; después de todo, no es flojo haberse venido a Nueva York a guiar la ruta del Aeropuerto y cuando no josearse las calles con el Uber. Mi pregunta obligada a todos los taxistas recibe la respuesta predecible y aguda: “Ahora mismo este carro no es mío sino del banco, don” …
Siendo su instrumento de trabajo propiedad del banco, ¡todavía!, el taxista me habla de su ensoñación por Puerto Rico. Cuando le dijeron que para treparse a la yola lo único que llevaría era agua y un puñal —las mujeres sin la menstruación, ¡por favor! —preguntó, obvio, por el puñal. Le dijeron que el olor a sangre de las mujeres podía atraer tiburones, el puñal sería para fajarse con éstos. Hasta ahí llegó su ensoñación con Puerto Rico. Le aseguro que ahora los puertorriqueños estamos cruzando todos los canales imaginables para llegar a la Florida. Se echa a reír; me riposta que mientras Puerto Rico esté “ligado” a los Estados Unidos, “un país tan rico”, no habrá problemas. Esa misma confianza cósmica es la que tienen el noventa y ocho por ciento de los puertorriqueños.
Hablando de salsa, ambos tenemos un “senior moment” justo cuando tratamos de recordar aquel cantante puertorriqueño que estuvo preso, caretón él, que usaba prá prá, que compuso canciones en el presidio y las cantó en chirola, instruyéndonos en cómo darle candela a la jicotea para que soltara a Dorotea. Me asegura que cuando llega cansado de los trajines de Nueva York le pide a su hija que le ponga la música de ese dichoso cantante que se nos ha olvidado por contagio. Nos despedimos. Todo el trayecto le vi más la nuca que la cara. Noto ahora su juventud. Entonces entiendo que ese taxista gordito, medio caretón, de bigotito y espejuelos, es más joven que mi hijo menor. No en balde el olvidado cantante salsero es para él más historia que autobiografía.
Caminando las calles de Río Piedras, pobladas por viejos y chamacos que se duermen de pie, cayendo en cámara lenta, reconocí residuos de la fiebre: Por todos lados, aquí y allá, los recortes pintados de dorado, o rubio achiote. La seña de un entusiasmo feroz siempre se vuelve melancólica cuando se convierte en derrota. Los peloteros y los fanáticos se tiñeron hasta las barbas de dorado y todo fue en vano: Puerto Rico perdió ante los Estados Unidos en el juego decisivo por el campeonato del Clásico Mundial de Béisbol. Aunque el “mofongo power” resultara derrotado, la enseña de la diferenciación sobrevive: somos rubios no a la manera de Trump, que tanto enterneció a Sarah Palin, sino al modo de nuestra sempiterna cafrería de barriada. Aclaramos que el rubio era símbolo de nuestra ambición por la medalla de oro en el Mundial de Béisbol. Ya éramos subcampeones, ahora cumpliríamos, en tiempos aciagos, la profecía de que ¡Puerto Rico lo hace mejor! Insisto en que se trataba más de cafrería cool de barriada que gloria deportiva, poco probable que fuera por “el de la leyenda dorada” del poema de Corretjer. Nuestro nacionalismo es light, liviano y tú tranquilo, ferozmente transaccional, ¡alabado sea!
Nadie como un receptor genial para cantarlas como las ve. Yadier Molina proclamó antes del partido entre Puerto Rico y Estados Unidos: “Hoy todo Estados Unidos sabrá dónde queda Puerto Rico, que no estamos en México, que somos ciudadanos americanos. ¡Y que Puerto Rico se respeta!” Se trata de un nacionalismo con coraje, aunque sin rencor. Juntos, pero no revueltos. Somos nación aparte con ciudadanía común, aunque sí con dos banderas. Es la leyenda dorada del autonomismo y el olimpismo expresada por un catcher virtuoso que seguramente nunca supo quién fue Pollo Praco.
Entonces llegamos a la parte no trágica sino desgraciada de este asunto nuestro que ha durado ciento diecinueve años: Stroman, el lanzador a quien le entramos a palos en la primera entrada cuando le ganamos el juego anterior a los Estados Unidos, es de madre puertorriqueña, lo cual hace todavía más compleja la ecuación; da vértigo todo esto: un lanzador afroamericano con apellido judío, de madre puertorriqueña, quien lleva una bandera puertorriqueña tatuada en un mollero, nos lanza una casi blanqueada en el juego por el campeonato mundial. Se comenta que en las dichosas redes sociales hasta le mentaron la madre por no haber jugado por Puerto Rico. La venganza es, en este caso, agridulce.
Si Puerto Rico fuera aceptado como estado federado, perdiendo así su identidad olímpica internacional, seguiríamos participando en el Clásico Mundial de Béisbol, un espectáculo montado por la Major League Baseball para probar, inútilmente, que el béisbol, lo mismo que el balompié y el basquetbol, es un verdadero deporte mundial, no solo norteamericano y caribeño, huella del aventurismo imperial yanqui en Centroamérica y el lejano oriente.
El recibimiento a los rubitos de nuestro equipo Puerto Rico fue apoteósico; quizás como no se había visto en San Juan desde que los Cangrejeros de Santurce ganaron su primer campeonato de la Serie del Caribe en 1951. El júbilo que se generó superó al del “dream team” cuando se proclamó campeón de la Serie del Caribe en 1995, celebrada en el Hiram Bithorn. El campeonato de los Criollos de Caguas en la Serie del Caribe de este pasado febrero fue opacado por la derrota, ya que no gloria fallida, de los rubitos. El Clásico fue guerra simbólica, lucha de cara a la crisis fiscal y su supervisión por el Congreso, pensarán muchos. Otros dirán que somos un pueblo infantil, o adolescente, ventajero en todo caso.
¡Marvin Santiago! ¡Ese mismo! Quien se hubiese pintado la chola de amarillo achiote, poniendo a bailar a Dorotea con el fogón de la patria siempre irredenta, sonriente y hasta gozadora.
“Por todos lados, aquí y allá, los recortes pintados de dorado, o rubio achiote. La seña de un entusiasmo feroz siempre se vuelve melancólica cuando se convierte en derrota”.