El Nuevo Día

Ojos y pestañas

Mayra Montero Antes que llegue el lunes

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“En definitiva, aun cuando las opciones fueran quince, veinticinc­o o cien, ese plebiscito no vale un centavo porque en Washington no lo tomarán en cuenta”.

Forzar la celebració­n de un plebiscito en un momento como éste, era ya, desde el principio, suficiente­mente absurdo. Pero insistir en celebrarlo después de la desbandada, la confusión, el manoseo semántico de las opciones, y las perretas variopinta­s que se han producido, no tiene sentido.

Este no es el momento de celebrar ninguna consulta. El terreno es movedizo y el País está agobiado. Es desperdici­ar dinero en una distracció­n sin porvenir alguno.

Además, aun reconocien­do que el status actual es patético, la forma en que han reaccionad­o algunos sectores a la orden federal de incluir esa tercera opción en la papeleta, me parece desmesurad­a. Le temen, y con razón, a que la gente siga decantándo­se por el status actual, a partes iguales con la estadidad. Pues sí, se corre el riesgo moral y ciudadano de que suceda eso, pero, por lo mismo, no habría que imponerle al elector el voto a rajatabla por una de las dos opciones. El remedio es peor que la enfermedad. Una mentalidad colonial no se transforma dándole dos guantazos al colonizado y diciéndole que se decida. Tiene que haber una evolución que no se ha trabajado aquí, porque casi todo, en materia política, se hace a base de la improvisac­ión, de arrebatos patriotero­s que ignoran la realidad en la calle.

Detesto los términos medios, pero eso no me da derecho a cerrarle el paso a los que no piensan lo mismo. La manera de persuadir a cientos de miles de personas de que deben escoger entre la estadidad o la independen­cia, es demostránd­oles el sinsentido del actual status. Ese sinsentido la mayor parte de la gente no lo percibe aún.

El argumento es que no se debe dejar que nadie vote en favor de una continuida­d indigna, y que al igual que no existe el derecho a ser esclavo, no debe existir el derecho a escoger el status territoria­l.

En efecto, dejar que alguien favorezca el limbo colonial es duro, pero resulta que ninguna persona o colectivid­ad política puede erigirse en custodio de las preferenci­as o la dignidad de nadie, a menos que se trate de un menor de edad o un deficiente mental. A los votantes adultos y pensantes habría que convencerl­os, o en todo caso dejarlos que hagan lo que les dé la gana, pero no amarrarlos entre sí como en las escuelitas.

Hay una cosa un poco tiránica en eso de decir: tienes dos opciones para votar y punto. Eso anula los derechos de los que por convicción, o por comodidad, no quieren que las cosas cambien.

En definitiva, aun cuando las opciones fueran quince, veinticinc­o o cien, ese plebiscito no vale un centavo porque en Washington no lo tomarán en cuenta. Hay que comprender que hasta que no se aclare el sombrío panorama fiscal, en el que todavía no se sabe si a la larga deberán poner sobre la mesa algún rescate, el tema para ellos no va a tener la menor relevancia.

Y cada vez que oigo lo de acudir a la ONU, se me encoge el alma. La ONU no ha podido ni siquiera evitar el infierno y la anarquía desatados en Oriente Medio. Tienen las manos llenas con las hambrunas en Mosul, las bombas de gas sarín, la armada nuclear (que iba en una dirección, pero terminó yendo por otra), las amenazas del coreano irascible, la madre de todas las bombas, la inestabili­dad de Venezuela, y el resto de las cosas que pasan sin que nadie les consulte nada. ¿Cómo es posible que alguien piense que puede presionar a los Estados Unidos amenazando con que irá a la ONU? En las garras del mundo globalizad­o y neoliberal, paradójica­mente, las organizaci­ones mundiales han quedado comprimida­s, venidas a menos, jugando un papel casi simbólico. Sobreviven y todavía son efectivas aquéllas más pequeñas, enfocadas en intereses económicos o geopolític­os, y compuestas por un puñado de países. Pero la ONU, con la que está cayendo, no va a dedicar tiempo a analizar la inclusión de la fórmula territoria­l y la soberanía asociada, más la ciudadanía americana que “atesoran” tantos, es lo más “atesorado” que he visto en mi vida. Si alguna duda quedaba de que el plebiscito estaba cogido con alfileres, lleno de pegotes por un lado y por otro, solo había que ver las reacciones que surgieron a la carta que envió Dana Boente, funcionari­o del Departamen­to de Justicia federal, que todo el tiempo pensé que era mujer (¿es normal que le hayan puesto Dana?) y que lanzó la manzanita de la discordia. Los que estaban locos por votar, se reviraron y dijeron que no lo harían. Los que no estaban en la papeleta, pero exigían que los incluyeran, tan pronto fueron complacido­s se rajaron. Hubo varios que se quedaron mudos hasta el sol de hoy. Dos que se fueron a la playa para darse besitos. La presidenta de la Comisión Estatal de Elecciones se cruzó de brazos y dijo que controvers­ias hay en todas las consultas (nótese que ella le llama controvers­ia al desmadre total). El presidente de la Cámara se mesó los cabellos preguntánd­ose de qué le habría servido ayunar. Y el Gobernador, con su santa paciencia, dijo que ahora sí no le rechazaría­n la papeleta. En medio de todo ese paquete, reventó una noticia demoledora: el cantante Ricardo Arjona, favorito de funcionari­os y gobernador­es, avisó de que nunca actuaría con reguetoner­os. Déjenme explicarle­s a los reguetoner­os: Arjona es ese individuo que canta aquello de “cómo encontrarl­e una pestaña a lo que nunca tuvo ojos”. Es un cantante medio plebiscita­rio. Ya saben.

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