El legado de un poeta
El poemario póstumo de Ángel Darío Carrero combina el vuelo místico de sus libros anteriores con un aliento humano de mayor proyección universal
Resulta irónico -trágico, más bien que Ángel Darío Carrero escribiera sus mejores poemas en vísperas de morir. Este libro que los recoge es el canto de cisne de una sensibilidad que se ha afinado hasta lograr vibraciones íntimas de una potencia sobrecogedora.
La poesía de sus libros anteriores –“Llama del agua”; “Perseguido por la luz” e “Inquietud de la huella”- era leve, alada, sugerente, “apenas cuerpo …”, como dijera Gabriela Mistral de nuestra isla. Sigue siéndolo, pero aquí esa poesía acarrea en su vuelo más peso humano, mayor anhelo de vida, con lo cual el poeta se hermana más claramente con sus semejantes y con las contradicciones vitales que a todos angustian. Leves y gráciles aún, el pesar que transparentan los versos los anclan en nuestra común humanidad. La solidaridad humana expresada en el poema “Paloma”, por ejemplo, niega incluso la excepcionalidad del vuelo poético: “tan cerca del necio habitar humano/ no parece un ser capaz de vuelo/ tal vez Zeus me ha convertido/ inadvertidamente en paloma:/ sentado en esta plaza/ de la desolación/ tampoco rehúyo de los míos”.
Puesto ante la muerte, que lo sorprendió en plena madurez de su persona y de su poesía, el poeta expresa perplejidad, duda, temor, dolor y -también- esperanza: “de cristal puro/ el nuevo trampolín/ de la esperanza/”, escribe en “Spes Nostra” donde el paso a lo desconocido es -nunca mejor dicho“un salto mortal”. No dialoga, como en libros anteriores, tan solo con Dios; lo hace también consigo mismo y con la tradición bíblica. “Duda original”, por ejemplo, equipara el vuelo de los ángeles a la poesía, implicando en el título que la caída/pecado original supone la pérdida de ambos dones: “qué larga sombra cubriría,/ la mágica alborada del universo/ para que decidieran/ crearnos poco inferior/ a los ángeles/ sin la gracia altiva/ del vuelo/ para que a cambio soplaran/ sobre nuestro rostro pálido/ el polvo alado de la poesía…”
Varios poemas tienen epígrafes de figuras del mundo clásico -el poeta Píndaro (que le proporciona el bellísimo título); el filósofo Platón; el historiador Apolodoro- como si nuestro poeta intentara conciliar visiones de mundo apartadas por el tiempo y el espacio. La mención de poetas occidentales de proyección religiosa -Angelus Silesius y T.S.Eliot- y de otros que, sin tenerla, han trazado un camino interior: José Saramago, Cavafis, García Lorca, Miguel Hernández, Rafal Wojaczek (poeta polaco que proyecta la fisicalidad sobre lo político y social), logra una amplia síntesis cultural.
Un tono filosófico impone cierta mesura en medio del dolor al reflexionar sobre la vida y sus límites, sobre las posibilidades y vulnerabilidades del ser humano. “Lanzarote”, uno de los poemas más alejados de su poesía anterior, que versa sobre la isla de las Canarias donde vivió Saramago, es excepcionalmente largo y poco característico al describir un paisaje real que refleja el estado anímico del poeta. Los versos pareados del principio -recortados y abruptos- no solo recrean el paisaje escarpado sino que sientan el tono duro, seco, del poema entero: “las aves no cantan:/ llaman, advierten, huyen…”. La falta de belleza, la proyección de vejez y de muerte construyen un cuadro desolador: “La soledad/ -premio penúltimo de la vida-/ va terriblemente encorvada,/como el ocaso que por fin se impone…”.
Imágenes de vuelo -que es poesía y también muerte- y de luz que se da y se niega, recorren el poemario. Un elemento innovador lo distingue: el ritmo como estructura. Lo es en “Lanzarote” y en poemas como “Tarde desdoblada”, cuyos versos reiterativos –“ir y regresar/… ir y regresar….”reflejan el vaivén de preguntas existenciales (“¿cuándo llegaré a estar/ a la altura de mí mismo?”; “¿cuándo llegaré a ser lo que soy?”) que chocan contra el mutismo de lo absoluto, lo inmóvil, la eternidad. “Soledad acompañada” marca el tiempo repitiendo verbos imperativos. La tipografía de algunos versos se achica para indicar el debilitamiento de la pulsión vital.
La lucha persistente y sorda que roza la desesperación desemboca en la tranquilidad trabajada que se nutre de la esperanza. El poeta se enfrenta a las incógnitas: ¿por qué? ¿cómo? ¿para qué?. El ¿cuándo? era ya evidente: pronto. El movimiento temático del poemario reafirma la esperanza, pero el cuerpo sigue luchando: “una batalla antecede a la rendición/ y la sobrevive otra aún más implacable y fiel…”, dice en “Que ya no somos”. Tras la angustia, los dos poemas finales -“En espera del resto” y “La furia de la espuma”conforman una resolución expresada con imágenes de abundancia expansiva y de frescura, cuyo ritmo veloz (“poder ser/ como el agua de la fuente/ que se explaya jubilosa/ en el ara de la sed// o como la sombra/ que derraman los árboles” ) cuando el verbo “esperar”, repetido, frena la carrera, junto con el equilibrio de la frase “callada y serena”: “…o esperar/ tan solo esperar/ a que sobre la hierba/ se recueste/ callada y serena/ la vida/ y nos entregue el resto”.
Los ecos de “El llamado” de Palés se repiten en el último poema, que describe un tiempo de gracia previo a la partida. El poeta “pernocta” y “escribe” en espera del llamado. Reclama la acción de lo trascendente: “en el ocaso de la luz sentir la misma mano/ que aúpa la falda de la aurora”. Y entonces, solo entonces, “…será la calma en la furia de la espuma”.
El prólogo que encabeza el libro es de Pablo d’Ors, escritor y sacerdote comprometido, como Darío, con la dimensión contemplativa de la vida cristiana. Él define esta poesía como “el esqueleto de las palabras. Porque en el esqueleto, si somos honestos, nos reconocemos todos”.