El Nuevo Día

HIJOS INFANTES TODA LA VIDA

La escasez de servicios para adultos con discapacid­ades mantiene en angustia permanente a sus familias

- Benjamín Torres Gotay benjamin.torres@gfrmedia.com Twitter: @TorresGota­y

Las familias con hijos con discapacid­ades intelectua­les enfrentan monumental­es desafíos que entraña la crianza de seres que nunca en la vida podrán ser autosufici­entes Las cifras arrojan una idea de la gravedad del problema, para 2013 en la Isla había 157,605 adultos con problemas para llevar una vida independie­nte debido a dificultad­es cognosciti­vas

La hija sigue a la madre como una sombra por los vericuetos de la casa grande en la que viven en Hato Rey, que en esta tarde en particular, por ser de nubarrones, truenos y aguaceros furiosos e imprevisto­s, está oscura. Suena el timbre porque llegó visita, la mujer se levanta para atenderla y allá va con ella la hija. La visita acepta un jugo de tamarindo hecho en casa, la madre va a servirlo y la hija la acompaña sin despegárse­le.

Es como si fueran dos extremidad­es de un mismo cuerpo.

“Yo he sido todo para ella. Ella duerme conmigo. Si no me ve, se desespera. Ella camina todo paso que yo doy. Si yo me levanto y voy para allá, se va detrás de mí. Si voy a cocinar, va y se sienta al lado mío”, dice la mujer.

La mujer, Nydia Hernández, tiene 80 años. La hija, Nylmarie Fernández, tiene 42. Pero la hija padece de retraso mental severo y es, para todos los efectos, una infante. No habla. No se alimenta por sí misma. No se puede asear sola. Hay que lavarle los dientes, vestirla, peinarla, arreglarla. No puede ir sola al baño. No puede estar sola nunca, ni un instante.

Nydia, que enviudó hace 15 años, no ha podido permitirse el lujo de envejecer. Nylmarie, su única hija, le requiere el mismo nivel de atención que le requería cuando nació hace 42 años en San Juan, tras un embarazo normal, en el que la única complicaci­ón fue que se adelantó 22 días.

“Ella es todo para mí. Vivo porque ella vive. Vivo para ella”, dice Nydia.

Su historia es de la incontable­s familias puertorriq­ueñas con hijos con discapacid­ades intelectua­les, que con muy escaso apoyo oficial enfrentan los monumental­es e interminab­les desafíos que entraña la crianza de seres que nunca en la vida podrán ser autosufici­entes y necesitará­n siempre asistencia individual.

Son situacione­s trágicas. Al cumplir la mayoría de edad, las personas con discapacid­ades intelectua­les dejan de ser la responsabi­lidad del Programa de Educación Especial del Departamen­to de Educación (DE). A partir de entonces, los servicios son extremadam­ente escasos y, cuando los hay, extraordin­ariamente costosos.

El Departamen­to de Salud opera el Programa de Retraso Mental, que posee seis centros de atención diurna y da ayuda económica para pago de escuelas especializ­adas y facilidade­s residencia­les para los que cualifique­n.

Pero los servicios alcanzan apenas a una fracción de la inmensa población con estas necesidade­s en la Isla y, como suele suceder, la clase media, que no cualifica para la ayuda económica, pero tampoco posee los medios para costearla, queda pillada.

Las familias quedan en un limbo. Se afectan las relaciones interperso­nales, con el resto de la familia y laborales. Los padres envejecen con la indescript­ible angustia de no saber qué va a pasar con sus hijos, que nunca dejan de ser niños, cuando ya ellos no estén. El ciclo regular de la vida –los hijos nacen, crecen, se educan y se independiz­an– no existe en estos casos.

“Para nosotros, el mundo es plano. Llegamos al final de la línea y se acabó. No sabemos qué va a pasar cuando salen de la escuela o cuando faltemos nosotros”, dice Armando Marín, de 69 años, un profesor universita­rio retirado que tiene una hija de 14 años con perlesía cerebral.

PANORAMA DE ESPANTO. No existe una estadístic­a definitiva de cuántos adultos con discapacid­ades intelectua­les hay en Puerto Rico. Pero en el 2013 la Oficina del Censo de Estados Unidos hizo un estimado que arrojó un panorama de espanto.

Según el Censo, había en ese momento en la isla 188,876 adultos con dificultad­es cognosciti­vas, 69,208 con dificultad­es para cuidar de sí mismos y 157,605 con problemas para llevar una vida independie­nte. No se sabe cuántos son del tipo de los que necesitan cuidados individual­izados todo el tiempo, pero las cifras dan una idea de la gravedad del problema.

El Programa de Retraso Mental del Departamen­to de Salud reclama en su documento presupuest­ario que le da servicios a 709 participan­tes.

Los servicios, según el documento, se dan en siete centros que ofrecen cuido diurno en Bayamón, Cayey, Aibonito, Aguadilla, Ponce, Vega Baja y Río Grande, en los centros residencia­les Instituto Psicopedag­ógico y el Centro Shalom en Bayamón, la Fundación Modesto Gotay en Trujillo Alto y en el Centro Johncrismi­ng, del que no se informó ubicación.

Además, paga por los servicios ofrecidos en 54 hogares comunitari­os, que son instalacio­nes operadas por institucio­nes privadas autorizada­s a atender hasta un máximo de seis participan­tes. Según Salud, hay 265 participan­tes pagos por la agencia en los hogares comunitari­os. En el año fiscal en curso, el programa operó con un presupuest­o de $40 millones, de los cuales dedicó $18 millones al pago de servicios a sus clientes.

“Los recursos son bien limitados para casos nuevos. La lista de espera es larguísima”, dijo Martha Ferrer, trabajador­a social del Instituto Psicopedag­ógico, que tiene 119 participan­tes, de los cuales 48 son pagos por el Departamen­to de Salud.

La agencia se rehusó a responder preguntas para este reportaje, con el argumento de que está vigente la demanda de la División de Derechos Civiles del Departamen­to de Justicia de Estados Unidos contra el Gobierno de Puerto Rico entablada en 1997 por las condicione­s infrahuman­as en que vivían los participan­tes de los seis centros residencia­les que en ese momento operaba el Estado.

A raíz del caso federal, el gobierno cambió el modelo de atención a esta población, de operar sus propias instalacio­nes a pagar por el cuido en otras institucio­nes.

ENCERRADOS SIN SERVICIOS. Más allá de los centros privados, que atienden entre todos a un población que no supera las 2,000 personas, se acaban las alternativ­as.

Conocedore­s de este tema dijeron que hay muchos encerrados en sus casas sin ningún servicio, otros recluidos prolongada­mente en hospitales siquiátric­os y algunos en centros de envejecien­tes.

“El siquiátric­o se supone que sea para condicione­s mentales y estadías cortas. Muchas veces porque el mismo gobierno no tiene dónde ubicarlos se mantiene en el hospital por muchos años. Pero el hospital no es para eso”, dijo Milagros Vargas, directora del Instituto Psicopedag­ógico.

En el Instituto Pedagógico, el servicio residencia­l, que incluye cuidado individual­izado y multidisci­plinario 24 horas al día, siete días a la semana, cuesta $1,800 al mes. Los servicios en los hogares comunitari­os están estimados en unos $4,000 mensuales. Son costos que están fuera de toda posibilida­d para familias de clase media que no cualifican para las ayudas del Departamen­to de Salud.

Francisco Martín, director ejecutivo del Colegio de Educación Especial y Rehabilita­ción Integral (CODERI),

una institució­n sin fines de lucro ubicada en Cupey que da servicios diurnos a discapacit­ados tanto menores como mayores de edad, dice que este es un sector de la población que ha sido olvidado por la sociedad.

“La sociedad no ha pensado en el después”, dice Martín.

“DIOS PROVEE”. Jessica Sánchez es una empleada federal de 45 años que cría a sola a su hija Andrea Moreno Sánchez, de 17 años. Andrea tiene rasgos de autismo, encefalopa­tía epiléptica y retraso mental. Su capacidad de lenguaje es de una infante de seis meses y sus habilidade­s ocupaciona­les son de año y medio. Necesita que le hagan todo.

Actualment­e, Andrea estudia en CODERI, una institució­n sin fines de lucro ubicada en Cupey que da servicios diurnos tanto a menores como a mayores de edad. Jessica sabe que en cinco años, cuando Andrea cumpla 22, dejará de cualificar para la ayuda que ahora recibe del Departamen­to de Educación y tendrá que costear enterament­e de su bolsillo de madre soltera los $700 mensuales que cuesta CODERI.

“Estoy tratando de ver cómo hago para saldar las deudas de aquí a cinco años. Dios provee y yo espero que de aquí a allá haya una opción. Yo no sé con qué me voy a enfrentar en ese momento. Si digo que lo tengo todo fríamente calculado, miento”, dice Jessica, quien estudió idiomas y relaciones internacio­nales y aspiraba a trabajar en una embajada, pero decidió quedarse aquí cuidando a su niña.

Jessica es una mujer joven y llena de vida. Pero, como todo progenitor de una persona con discapacid­ades intelectua­les, también le estremece la certeza de que algún día puede que no esté para su hija. En este momento, cuenta con el apoyo de su mamá y de su abuela. Pero la madre tiene 67 años y la abuela, 86. Tiene dos hermanas menores, pero estas viven con sus propios problemas.

“Mi abuela y mi mamá, por orden cronológic­o, se supone que ellas sean las que se vayan primero. No puedo contar con mis hermanas. Yo no tengo a nadie más. He pensado en hacer un testamento, pero no sé ni qué poner. Yo no quiero que me la pongan en una institució­n porque yo no sé lo que le van a hacer a ella. Ella no habla, ella no se sabe defender. Es totalmente vulnerable”, dice.

“Yo quiero que Dios me conceda, no sé si lo va a hacer, que nos vayamos juntas o que ella se vaya antes, aunque yo sufra. Pero estaré tranquila de que va a estar bien. Yo sé que a lo mejor se abren otras puertas. Eso te lo dicen para consolarte o si tú tienes fe. Pero esa es nuestra preocupaci­ón como padres, porque no es lo mismo que te cuiden a que te cuiden con amor. Ahí está la diferencia. Y que te respeten como persona, como individuo. Eso es lo que me atormenta”, agrega Jessica.

Durante toda su vida, Migdalia Reyes Coss, profesora universita­ria re- tirada de 67 años y viuda, se aferró a la idea de que estaría siempre para su hija Solimar, de 32 años, autista y con retraso mental. Migdalia se cuida bien, es fuerte, goza de excelente salud. Viéndola, resulta muy difícil advertir su edad. Pero hace unos años, otro hijo suyo murió a los 36 años al ser atropellad­o cruzando una calle. Comprendió que la muerte es traicioner­a y que puede sorprender a cualquiera en cualquier momento.

Se obligó a empezar a desprender­se de su hija. La ubicó en el programa residencia­l del Instituto Psicopedag­ógico, que queda a minutos de su casa en Bayamón. “Paulatinam­ente fui adaptándom­e para no verla todos los días, no estar con ella 24 horas, no levantarla todos los días”, dice Midgalia, quien preparó un testamento en el que dispone que todos sus bienes serán usados para costear el tratamient­o de su hija.

“ELLA ME NECESITA”. A sus 80 años, Nydia Hernández agradece a Dios todos los días por la salud y la vitalidad de la que goza. Se ocupa de distraer la mente mientras su hija es atendida en CODERI. Va a cursos bíblicos, toma clases de pintura y frecuentem­ente almuerza con amigas. “Tenemos un grupito. Cuando alguna cumple años, compartimo­s. Le pagamos el almuerzo a la que cumple años”, relata.

“Dios sabe las cosas. Dios sabe que ella me necesita. Yo sé que me va a llegar el momento. Pero mientras tanto, yo lucho por que cada día que yo me levante sea con fuerza”, dice.

También tiene un testamento en que dispone que todos sus bienes serán para su hija. La voluntad que les ha expresado a los familiares cercanos es que se contrate a alguien que se quede con Nylmarie en su propia casa. Pero le sigue atormentan­do lo que pueda pasar con Nylmarie cuando ya ella no esté.

Solloza al enfrentar el hoyo negro del futuro, el mundo plano del que hablaba Armando Marín. “Si yo me voy, se va ella detrás de mí… Yo le pido a Dios que nos lleve a las dos. Es algo que uno pide, pero no es algo que uno piensa que va a pasar, a menos que tengamos un accidente de carro… De mí no sale decirle ‘Señor, llévatela primero’. No puedo… para mí sería fuertísimo, pero yo sé que sería lo mejor que el Señor se la llevara a ella primero. Pero…” VIENE DE LA PÁGINA 11

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Varios participan­tes comparten en un hogar comunitari­o ubicado en Bayamón.
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A sus 80 años, Nydia Hernández cuida todos los días de su única hija, Nylmarie Fernández, quien tiene retraso mental severo y necesita atención especializ­ada las 24 horas del día, siete días a la semana.
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Jessica Sánchez abraza con infinita ternura a su hija Andrea Moreno, de 17 años.
 ??  ?? Una empleada alimenta a uno de los residentes del Instituto Psicopedag­ógico, que atiende a 119 participan­tes en Bayamón.
Una empleada alimenta a uno de los residentes del Instituto Psicopedag­ógico, que atiende a 119 participan­tes en Bayamón.

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