HIJOS INFANTES TODA LA VIDA
La escasez de servicios para adultos con discapacidades mantiene en angustia permanente a sus familias
Las familias con hijos con discapacidades intelectuales enfrentan monumentales desafíos que entraña la crianza de seres que nunca en la vida podrán ser autosuficientes Las cifras arrojan una idea de la gravedad del problema, para 2013 en la Isla había 157,605 adultos con problemas para llevar una vida independiente debido a dificultades cognoscitivas
La hija sigue a la madre como una sombra por los vericuetos de la casa grande en la que viven en Hato Rey, que en esta tarde en particular, por ser de nubarrones, truenos y aguaceros furiosos e imprevistos, está oscura. Suena el timbre porque llegó visita, la mujer se levanta para atenderla y allá va con ella la hija. La visita acepta un jugo de tamarindo hecho en casa, la madre va a servirlo y la hija la acompaña sin despegársele.
Es como si fueran dos extremidades de un mismo cuerpo.
“Yo he sido todo para ella. Ella duerme conmigo. Si no me ve, se desespera. Ella camina todo paso que yo doy. Si yo me levanto y voy para allá, se va detrás de mí. Si voy a cocinar, va y se sienta al lado mío”, dice la mujer.
La mujer, Nydia Hernández, tiene 80 años. La hija, Nylmarie Fernández, tiene 42. Pero la hija padece de retraso mental severo y es, para todos los efectos, una infante. No habla. No se alimenta por sí misma. No se puede asear sola. Hay que lavarle los dientes, vestirla, peinarla, arreglarla. No puede ir sola al baño. No puede estar sola nunca, ni un instante.
Nydia, que enviudó hace 15 años, no ha podido permitirse el lujo de envejecer. Nylmarie, su única hija, le requiere el mismo nivel de atención que le requería cuando nació hace 42 años en San Juan, tras un embarazo normal, en el que la única complicación fue que se adelantó 22 días.
“Ella es todo para mí. Vivo porque ella vive. Vivo para ella”, dice Nydia.
Su historia es de la incontables familias puertorriqueñas con hijos con discapacidades intelectuales, que con muy escaso apoyo oficial enfrentan los monumentales e interminables desafíos que entraña la crianza de seres que nunca en la vida podrán ser autosuficientes y necesitarán siempre asistencia individual.
Son situaciones trágicas. Al cumplir la mayoría de edad, las personas con discapacidades intelectuales dejan de ser la responsabilidad del Programa de Educación Especial del Departamento de Educación (DE). A partir de entonces, los servicios son extremadamente escasos y, cuando los hay, extraordinariamente costosos.
El Departamento de Salud opera el Programa de Retraso Mental, que posee seis centros de atención diurna y da ayuda económica para pago de escuelas especializadas y facilidades residenciales para los que cualifiquen.
Pero los servicios alcanzan apenas a una fracción de la inmensa población con estas necesidades en la Isla y, como suele suceder, la clase media, que no cualifica para la ayuda económica, pero tampoco posee los medios para costearla, queda pillada.
Las familias quedan en un limbo. Se afectan las relaciones interpersonales, con el resto de la familia y laborales. Los padres envejecen con la indescriptible angustia de no saber qué va a pasar con sus hijos, que nunca dejan de ser niños, cuando ya ellos no estén. El ciclo regular de la vida –los hijos nacen, crecen, se educan y se independizan– no existe en estos casos.
“Para nosotros, el mundo es plano. Llegamos al final de la línea y se acabó. No sabemos qué va a pasar cuando salen de la escuela o cuando faltemos nosotros”, dice Armando Marín, de 69 años, un profesor universitario retirado que tiene una hija de 14 años con perlesía cerebral.
PANORAMA DE ESPANTO. No existe una estadística definitiva de cuántos adultos con discapacidades intelectuales hay en Puerto Rico. Pero en el 2013 la Oficina del Censo de Estados Unidos hizo un estimado que arrojó un panorama de espanto.
Según el Censo, había en ese momento en la isla 188,876 adultos con dificultades cognoscitivas, 69,208 con dificultades para cuidar de sí mismos y 157,605 con problemas para llevar una vida independiente. No se sabe cuántos son del tipo de los que necesitan cuidados individualizados todo el tiempo, pero las cifras dan una idea de la gravedad del problema.
El Programa de Retraso Mental del Departamento de Salud reclama en su documento presupuestario que le da servicios a 709 participantes.
Los servicios, según el documento, se dan en siete centros que ofrecen cuido diurno en Bayamón, Cayey, Aibonito, Aguadilla, Ponce, Vega Baja y Río Grande, en los centros residenciales Instituto Psicopedagógico y el Centro Shalom en Bayamón, la Fundación Modesto Gotay en Trujillo Alto y en el Centro Johncrisming, del que no se informó ubicación.
Además, paga por los servicios ofrecidos en 54 hogares comunitarios, que son instalaciones operadas por instituciones privadas autorizadas a atender hasta un máximo de seis participantes. Según Salud, hay 265 participantes pagos por la agencia en los hogares comunitarios. En el año fiscal en curso, el programa operó con un presupuesto de $40 millones, de los cuales dedicó $18 millones al pago de servicios a sus clientes.
“Los recursos son bien limitados para casos nuevos. La lista de espera es larguísima”, dijo Martha Ferrer, trabajadora social del Instituto Psicopedagógico, que tiene 119 participantes, de los cuales 48 son pagos por el Departamento de Salud.
La agencia se rehusó a responder preguntas para este reportaje, con el argumento de que está vigente la demanda de la División de Derechos Civiles del Departamento de Justicia de Estados Unidos contra el Gobierno de Puerto Rico entablada en 1997 por las condiciones infrahumanas en que vivían los participantes de los seis centros residenciales que en ese momento operaba el Estado.
A raíz del caso federal, el gobierno cambió el modelo de atención a esta población, de operar sus propias instalaciones a pagar por el cuido en otras instituciones.
ENCERRADOS SIN SERVICIOS. Más allá de los centros privados, que atienden entre todos a un población que no supera las 2,000 personas, se acaban las alternativas.
Conocedores de este tema dijeron que hay muchos encerrados en sus casas sin ningún servicio, otros recluidos prolongadamente en hospitales siquiátricos y algunos en centros de envejecientes.
“El siquiátrico se supone que sea para condiciones mentales y estadías cortas. Muchas veces porque el mismo gobierno no tiene dónde ubicarlos se mantiene en el hospital por muchos años. Pero el hospital no es para eso”, dijo Milagros Vargas, directora del Instituto Psicopedagógico.
En el Instituto Pedagógico, el servicio residencial, que incluye cuidado individualizado y multidisciplinario 24 horas al día, siete días a la semana, cuesta $1,800 al mes. Los servicios en los hogares comunitarios están estimados en unos $4,000 mensuales. Son costos que están fuera de toda posibilidad para familias de clase media que no cualifican para las ayudas del Departamento de Salud.
Francisco Martín, director ejecutivo del Colegio de Educación Especial y Rehabilitación Integral (CODERI),
una institución sin fines de lucro ubicada en Cupey que da servicios diurnos a discapacitados tanto menores como mayores de edad, dice que este es un sector de la población que ha sido olvidado por la sociedad.
“La sociedad no ha pensado en el después”, dice Martín.
“DIOS PROVEE”. Jessica Sánchez es una empleada federal de 45 años que cría a sola a su hija Andrea Moreno Sánchez, de 17 años. Andrea tiene rasgos de autismo, encefalopatía epiléptica y retraso mental. Su capacidad de lenguaje es de una infante de seis meses y sus habilidades ocupacionales son de año y medio. Necesita que le hagan todo.
Actualmente, Andrea estudia en CODERI, una institución sin fines de lucro ubicada en Cupey que da servicios diurnos tanto a menores como a mayores de edad. Jessica sabe que en cinco años, cuando Andrea cumpla 22, dejará de cualificar para la ayuda que ahora recibe del Departamento de Educación y tendrá que costear enteramente de su bolsillo de madre soltera los $700 mensuales que cuesta CODERI.
“Estoy tratando de ver cómo hago para saldar las deudas de aquí a cinco años. Dios provee y yo espero que de aquí a allá haya una opción. Yo no sé con qué me voy a enfrentar en ese momento. Si digo que lo tengo todo fríamente calculado, miento”, dice Jessica, quien estudió idiomas y relaciones internacionales y aspiraba a trabajar en una embajada, pero decidió quedarse aquí cuidando a su niña.
Jessica es una mujer joven y llena de vida. Pero, como todo progenitor de una persona con discapacidades intelectuales, también le estremece la certeza de que algún día puede que no esté para su hija. En este momento, cuenta con el apoyo de su mamá y de su abuela. Pero la madre tiene 67 años y la abuela, 86. Tiene dos hermanas menores, pero estas viven con sus propios problemas.
“Mi abuela y mi mamá, por orden cronológico, se supone que ellas sean las que se vayan primero. No puedo contar con mis hermanas. Yo no tengo a nadie más. He pensado en hacer un testamento, pero no sé ni qué poner. Yo no quiero que me la pongan en una institución porque yo no sé lo que le van a hacer a ella. Ella no habla, ella no se sabe defender. Es totalmente vulnerable”, dice.
“Yo quiero que Dios me conceda, no sé si lo va a hacer, que nos vayamos juntas o que ella se vaya antes, aunque yo sufra. Pero estaré tranquila de que va a estar bien. Yo sé que a lo mejor se abren otras puertas. Eso te lo dicen para consolarte o si tú tienes fe. Pero esa es nuestra preocupación como padres, porque no es lo mismo que te cuiden a que te cuiden con amor. Ahí está la diferencia. Y que te respeten como persona, como individuo. Eso es lo que me atormenta”, agrega Jessica.
Durante toda su vida, Migdalia Reyes Coss, profesora universitaria re- tirada de 67 años y viuda, se aferró a la idea de que estaría siempre para su hija Solimar, de 32 años, autista y con retraso mental. Migdalia se cuida bien, es fuerte, goza de excelente salud. Viéndola, resulta muy difícil advertir su edad. Pero hace unos años, otro hijo suyo murió a los 36 años al ser atropellado cruzando una calle. Comprendió que la muerte es traicionera y que puede sorprender a cualquiera en cualquier momento.
Se obligó a empezar a desprenderse de su hija. La ubicó en el programa residencial del Instituto Psicopedagógico, que queda a minutos de su casa en Bayamón. “Paulatinamente fui adaptándome para no verla todos los días, no estar con ella 24 horas, no levantarla todos los días”, dice Midgalia, quien preparó un testamento en el que dispone que todos sus bienes serán usados para costear el tratamiento de su hija.
“ELLA ME NECESITA”. A sus 80 años, Nydia Hernández agradece a Dios todos los días por la salud y la vitalidad de la que goza. Se ocupa de distraer la mente mientras su hija es atendida en CODERI. Va a cursos bíblicos, toma clases de pintura y frecuentemente almuerza con amigas. “Tenemos un grupito. Cuando alguna cumple años, compartimos. Le pagamos el almuerzo a la que cumple años”, relata.
“Dios sabe las cosas. Dios sabe que ella me necesita. Yo sé que me va a llegar el momento. Pero mientras tanto, yo lucho por que cada día que yo me levante sea con fuerza”, dice.
También tiene un testamento en que dispone que todos sus bienes serán para su hija. La voluntad que les ha expresado a los familiares cercanos es que se contrate a alguien que se quede con Nylmarie en su propia casa. Pero le sigue atormentando lo que pueda pasar con Nylmarie cuando ya ella no esté.
Solloza al enfrentar el hoyo negro del futuro, el mundo plano del que hablaba Armando Marín. “Si yo me voy, se va ella detrás de mí… Yo le pido a Dios que nos lleve a las dos. Es algo que uno pide, pero no es algo que uno piensa que va a pasar, a menos que tengamos un accidente de carro… De mí no sale decirle ‘Señor, llévatela primero’. No puedo… para mí sería fuertísimo, pero yo sé que sería lo mejor que el Señor se la llevara a ella primero. Pero…” VIENE DE LA PÁGINA 11