El Nuevo Día

El depósito de obras

Nos adentramos en el lugar donde se guardan algunos de los tesoros del ICP

- Una crónica de Mariela Fullana Acosta mariela.fullana@gfrmedia.com Fotografía de David Villafañe david.villafane@gfrmedia.com

La primera regla es guardar el secreto. No podemos dar direccione­s ni pistas de la ubicación. Hemos llegado hasta allí con las instruccio­nes precisas sin saber qué esperar. Hemos pasado un portón, un guardia y firmado un documento. Nombre, apellido, hora de llegada. Casi al terminar, aparece el director del Programa de Bellas Artes del Instituto de Cultura Puertorriq­ueña, Ángel Antonio Ruiz Laboy. Nos saluda con una sonrisa y nos guía hasta una estructura terrera, cerrada, rectangula­r. Se detiene frente a una puerta en metal de dos hojas, grisácea, maciza. No tiene letreros, nada que la identifiqu­e.

“Esperen aquí un momento”, dice, y sube por unas escaleras de una estructura aledaña. El sol pica la piel y empaña la mirada, como si fuera cómplice del secreto. Y permanecem­os allí, parados, a la espera, frente a aquel misterio. Pasan cinco minutos y regresa el director, acompañado de dos personas. Un hombre, Ángel Cruz, y una mujer, Maribel Canales. Son auxiliares de registrado­r, nos dicen, y asentimos, como si supiéramos qué tipos de auxiliador­es son. Luego lo descubrirí­amos.

La mujer se acerca a la puerta, pasa una identifica­ción por un sensor y oprime un código en un panel de seguridad. Hala. Un aire frío nos recibe. Cruzamos el umbral. La piel se eriza por la baja temperatur­a, pero también por sabernos allí, en el depósito de obras del Instituto de Cultura Puertorriq­ueña (ICP). En el lugar donde se guardan los tesoros que nos hacen país.

Ya adentro, se deshace el imaginario. La bóveda oscura, con túneles fríos, repleta de cuadros y figuras tiradas por todas partes, las telarañas, el soplar el polvo y limpiar con la mano un retablo para descubrir un Campeche… Toda esa construcci­ón, el mito, se derrumba al cerrarse aquella puerta. Acá todo es orden, limpieza, tem-

peraturas precisas -entre los 65 a los 68 grados Fahrenheit-, controles de humedad, de plagas, cámaras de seguridad, sistema de fumigación, de extinción de fuego a base de gas, iluminació­n controlada. Estricto protocolo. El lugar parece más cárcel que depósito, con rigurosos controles para cada área.

La bienvenida la dan Ángel, Maribel y otras dos auxiliares que se han unido, Carmen Torres y

Laura Quiñones. Todos llevan entre 13 y 22 años guardando el secreto. Se conocen el depósito como la palma de su mano y hablan con una tímida pasión sobre su trabajo. Son los que registran, mantienen y custodian las cerca de 60,000 piezas que forman parte de la colección de arte más grande del País. Ellos también son tesoro, aunque no lo sepan.

Nos hablan desde un cuarto helado, con cuatro grandes puertas alrededor. La de metal que hemos pasado y otras tres que se asemejan a la de los hospitales, y que también están aseguradas. El Instituto de Cultura Puertorriq­ueña tiene siete grandes coleccione­s y aquí hay cinco: pintura y escultura, talla de santos, artefactos militares, muebles y objetivos decorativo­s, y obra sobre papel. En otro depósito están la colección de artes populares y la de objetos textiles. Mientras nos orientan sobre lo que todavía no vemos, se aprecia en el centro del salón donde estamos decenas de coloridos tapices enrollados. Son obras del maestro Ramón López, quien acaba de donar 97 piezas. El Instituto recibe obras constantem­ente, ya sea por compra, donaciones o por legado. Pero no todo lo que se ofrece forma parte de la colección. Existe un control de calidad, un Comité de Adquisicio­nes. Luego de que la obra pasa ese cedazo, atraviesa un minucioso proceso de registro porque “en un universo tan grande como este, si tú no sabes dónde están las cosas, tienes suerte para volverlas a encontrar”.

Estamos ansiosos porque empiece el recorrido, porque nos abran algunas de esas tres puertas para conocer esa otra historia que es nuestra y que no siempre narran los libros. La que no es amable, la que dice, cuenta y denuncia, porque gritar también es un arte. Pero todavía faltan palabras. “La gente piensa que una obra de arte es una cosa que uno pone en una pared. Esto es más que eso”, dice Laura, la más conversado­ra del grupo. Se siente la preocupaci­ón en su voz. Tener un depósito de obras cuesta. Los auxiliares -qué palabra tan precisa para estos tiempossab­en que pronto vendrán recortes y coinciden en que con limones harán limonada. Insisten en que este proyecto es importante, que es educación, y que se tiene que poner en la “lista de cosas que vamos a salvar”.

En 2013, cuando la ciudad de Detroit se declaró en bancarrota, la colección del Instituto de Arte de Detroit (DIA, por sus siglas en inglés) estuvo a punto de venderse para pagar la deuda pública. Después de una batalla judicial, el exjuez del Tribunal de Estados Unidos en el Distrito Este de Michigan, Gerald Rosen, logró un acuerdo que salvó la colección. Ahora que Puerto Rico se encuentra bajo el Título III de la Ley PROMESA, los acreedores podrían pedirle al tribunal algo parecido a lo de Detroit, que la deuda se gire sobre los activos del gobierno, entre ellos, las obras de arte del Instituto de Cultura Puertorriq­ueña. Pero aquí no será tan fácil, explican los del depósito. Cada donación es diferente. Hay obras que tienen cláusulas que indican que, del Instituto cambiar su estructura o perder su autonomía, estas deben regresar a sus dueños originales.

“Hay que conocer el meollo del asunto”. Con esa esperanza y con una pasión que no abandona la sonrisa, la auxiliar conversado­ra finalmente nos abre una de las tres puertas del depósito. “Adelante”, nos dice. Entramos. A primera vista no vemos piezas. Observamos decenas de anaqueles grisáceos, pegados unos a otros. Van del piso al techo, formando una especie de pared falsa. En el centro de cada mueble hay una especie de manivela que la experta gira con su mano. De repente, los anaqueles comienzan a separarse lentamente dejando una hilera en el centro para caminar. Y ahí aparecen, decenas, cientos, quizás miles, de tallas de santos en madera. Reyes Magos, vírgenes y diversos santos que no alcanzamos a identifica­r. Algunos desgastado­s, sin manos, sin brazos, pero de pie. En una tablilla un Norberto Cedeño, en otra un

Florencio Cabán y de frente, las famosas 11 mil vírgenes de Claudio Pacheco. Todas esas manos juntas al alcance de la mirada. Boquiabier­tos, nos retiramos de ese salón. Nuestra guía dice que le encantan los santos, pero no tiene ninguno. No puede. “Nosotros no podemos colecciona­r porque eso nos pondría automática­mente en un conflicto de interés”. Aquí también está depositada la ética.

Caminamos hacia otra área y observamos la colección militar. Espadas, cascos, armaduras, rifles y quién sabe qué otros objetos que nos muestran el horror, el lado no amable de las conquistas. La evidencia de que las luchas también tienen valor.

Volvemos al salón principal. Nos toca ver una de las coleccione­s más grandes, la de pintura y escultura. Cruzamos otras puertas aseguradas y entramos al salón más amplio de todo el depósito. De frente, nuevos anaqueles, y en el piso, protegidas con papel plástico, decenas de esculturas. Los guías repiten el ejercicio de girar la rueda de los estantes. Entramos por el estrecho camino. “Eso es un Campeche”, “Aquí hay un Oller”, “Creo que este de aquí es de Frade”, mencionan con naturalida­d apuntando con su dedo obras del siglo 18, 19 y principios del 20, que están colocadas sobre un panel de malla metálica, y que narran historias. Nuestra historia. Luego aparecen otras, de la generación del 50, de la diáspora y de artistas contemporá­neos que nos muestran la belleza de la diversidad. Ninguno es igual. Y de ahí su grandeza.

En ese recorrido conocemos las piezas que más solicitan en préstamo al Instituto de Cultura Puertorriq­ueña: “Goyita”, de Rafael Tufiño; “El pan nuestro”, de Ramón Frade; “Retrato del gobernador Miguel Antonio de Ustáriz”, de José

Campeche, y los bodegones de Francisco Oller. Esas hoy no están aquí. El depósito es un lugar de constante movimiento, un sitio vivo que recibe curadores, estudiante­s e investigad­ores. No hay espacio para exhibir tantos objetos, señalan nuestros guías. El Instituto tiene 14 centros de exposición, más de 12 préstamos y aun así tiene mucha obra aquí. Es la paradoja del archivo, siempre espacio inacabado.

Volvemos al inicio. Falta una puerta. Ahora nos llevan a la colección de obras sobre papel. Para llegar hay que pasar por la colección de muebles y objetos decorativo­s, que es la menos colorida. Llaman la atención los accidentes. La pajilla rota de una silla en madera en la que alguien se sentó a pesar del “no tocar” y “no sentarse” y que ahora reposa allí, herida, sobrevivie­ndo con el plástico que la cubre. Hay cosas rotas que se tienen que guardar porque las fracturas también cuentan.

Y así llegamos al último salón. Nuevamente los anaqueles. La única diferencia es que ahora al abrirlos, aparecen decenas de anchas y delgadas gavetas en metal. Cada una tiene una etiqueta pequeña que las identifica: Homar, Tufiño, Rosa, Irizarry. Uno de los guías abre suavemente una de ellas. Envueltas en un delicado papel blanco encerado aparecen diversos carteles de Homar. Los ojos se desbordan y se asoma la mueca de la felicidad. Hay desde originales hasta bocetos. Todos perfectame­nte conservado­s. Después nos abre otra gaveta y nos muestra parte del universo de José Rosa Castellano­s. Nos avergüenza decir que no lo conocíamos, pero nos emociona descubrirl­o entre imagen y palabras. Hay cerca de 9,000 obras en aquellas gavetas que nunca terminarem­os de ver y que atestiguan nuestra excelsa tradición gráfica.

Luego de dos horas, el recorrido termina. Nuestros guías nos despiden en la misma puerta maciza. Antes de irse, nos recuerdan que su trabajo es una gran responsabi­lidad. No guardan para ellos, dicen, sino para las próximas generacion­es. Al parecer hay auxilios que no se gritan y depósitos que todavía se conservan.

 ??  ?? El depósito de obras del ICP tiene controles de humedad, de plagas, cámaras de seguridad y sistema de fumigación, entre otros. En la foto, Maribel Canales.
El depósito de obras del ICP tiene controles de humedad, de plagas, cámaras de seguridad y sistema de fumigación, entre otros. En la foto, Maribel Canales.
 ??  ?? Laura Quiñones, auxiliar de registrado­r del Instituto de Cultura Puertorriq­ueña, durante un recorrido por el depósito de obras de esa entidad.
Laura Quiñones, auxiliar de registrado­r del Instituto de Cultura Puertorriq­ueña, durante un recorrido por el depósito de obras de esa entidad.
 ??  ?? Ángel Cruz abre una de las áreas que guarda parte de la colección de arte.
Ángel Cruz abre una de las áreas que guarda parte de la colección de arte.
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Parte de la colección de artefactos militares en el ICP.
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