La causa de la crisis
Un número significativo de colegas se expresan a diario de conformidad con la teoría que coloca en lugar central y causal un cambio de status en la relación entre Puerto Rico y los Estados Unidos. Plantean que la solución al problema económico de la isla está precisamente en la determinación que finalmente tome Puerto Rico con relación al status. He diferido de ese planteamiento. El asunto es tan neurálgico para los puertorriqueños que entrar en la temática conlleva riesgos. De ahí que muchos lo evaden y otros lo abordan utilizando un estilo preñado de frases que ayudan poco al entendimiento y menos aún a la acción al respecto. En esta ocasión me arriesgo a entrar en el asunto desde la perspectiva de un economista.
El primer punto que deseo enfatizar es que la crisis fiscal y la bancarrota del gobierno de Puerto Rico no han sido causadas por la condición territorial ni por el arreglo de autogobierno al que advino Puerto Rico a principios de la década del 1950. El problema económico del país surge de una insuficiencia crónica de capital. Esa insuficiencia impide que la producción alcance niveles que sostengan un estándar de vida consistente con los niveles de consumo al que nuestra población se acostumbró du- rante décadas de dependencia. Consumo y dependencia financiada por un creciente flujo de fondos federales que han servido para subsidiar un estándar de vida que nuestra economía no puede sostener. El problema económico de la isla consiste, pues, en un desfase entre la demanda y la oferta agregada.
El problema fiscal surge del “remedio” que hemos intentado aplicar. El “remedio” ha consistido en aplicar un estímulo creciente a la demanda agregada para estimular el gasto de consumo. La insuficiencia de capital que limita nuestra capacidad de producción fue ignorada en la medida que se recurrió a la financiación del gasto del sector público. Con el tiempo, la ciudadanía llegó a contar con los recursos que sostienen el gasto de gobierno como un derecho. Más aún, como un flujo de liquidez ilimitado.
Pero todo tiene un límite. El límite estuvo plasmado en la constitución del “Commonwealth” desde su aprobación. La constitución estableció un límite cuantitativo al servicio de la deuda que Puerto Rico asumiría. La constitución estableció, además, una prelación de pagos para establecer prioridades en caso que la prudencia fuera evadida y lo peor ocurriera. Esa prudencia fue circunvalada por el gobierno del país de forma creativa y continua. Así llegamos a la insolvencia.
El gobierno, en manos de los partidos políticos, recurrió a todo tipo de trucos para continuar gastando más de lo establecido por los límites constitucionales. Eventualmente la irresponsabilidad nos trajo a la bancarrota. Bancarrota viabilizada por fíat congresional. Con ese fin, el Congreso otorgó al territorio una capacidad de “protección” frente a sus acreedores que no tienen los estados de la federación.
No obstante, el discurso político no cambia. Continuamos en negación. Nos empeñamos en asumir el papel de víctimas. Buscamos culpables hasta debajo de las piedras. No encaramos las consecuencias de nuestra irresponsabilidad. Para muchos, el culpable es el status. Para al- gunos, el remedio infalible es la descolonización inmediata.
Ahora bien, ¿cómo se explica la bancarrota de otras jurisdicciones? Por ejemplo, países soberanos cómo Méjico, Argentina, Grecia, Indonesia; ciudades de los Estados Unidos como Nueva York, Stockton, Detroit, Washington, D.C. ¿Cómo se explica el impago de obligaciones al que se vio forzado en años recientes, el gobierno de California?
No, en lo referente a nuestra actual precariedad, el status es sólo una variable en una correlación espuria carente de causalidad. En otras palabras: la causa de la crisis fiscal y el fracaso financiero se encuentra en el populismo que impulsa y alimenta la irresponsabilidad de los gobiernos. Ese es el denominador común en todos los casos mencionados anteriormente.
El cambio de status habrá que proponerlo y defenderlo en sus propios méritos. Plantearlo como causante y remedio infalible a la bancarrota del estado no está respaldado por la experiencia histórica. Además, se corre el riesgo de que, de obtenerse por la razón equivocada, provoque un descalabro peor del que estamos abocados a sufrir durante la próxima década.