Una tertulia de altura
Sucedió como tantas veces pasa, que luego del ajoro de la salida del vuelo, no es hasta que te acomodas en el asiento que descubres rostros conocidos entre la gente que te rodea. Pero en esta ocasión ese descubrimiento vino después de que todos despegaran sus rostros de la ventanilla por donde fue desapareciendo, entre cortinas fugaces de nubes, la isla amada. En algunos de los que retornaron la vista a su entorno quedaban huellas de lágrimas inoportunas buscando camino entre las mejillas.
A nadie le sorprendió ver a los demás. En un vuelo a la eternidad, dos meses de diferencia son millonésimas de segundos. Lo que sí les llamó la atención fue que los asientos estuvieran en forma circular, en una especie de sala ejecutiva, como si alguien lo hubiese tramitado previamente. Las miradas de sospecha se depositaron en Maritza, la periodista que había separado su asiento el 24 de mayo, primero que los otros.
¿Qué tal?, preguntó amable, respetuosa, como siempre había sido esta egresada de la primera clase de la Escuela de Comunicación de la Universidad de Puerto Rico. A su lado, Elliott esbozó la sonrisa que se había convertido en su marca de fábrica, ladeó la cabeza, y contestó: feliz, mejor que nunca, tranquiiiilo, alargando la palabra para que no quedara duda. Tuto, adyacente a Elliot, añadió de inmediato: si no tiene que ir todos los días a la Descarga Deportiva, cómo no va a estar feliz.
Tuto era el último que se había unido al grupo de viajeros, apenas el sábado, 5 de agosto, y de inmediato hizo gala de su memoria privilegiada con un minucioso recuento de la vida de Elliot, desde que era militante de la Juventud Independentista en el Colegio de Mayagüez para la segunda mitad de la década del sesenta, sus cinco olimpiadas, diez panamericanos, ocho centroamericanos, y las treinta justas intercolegiales, como comentarista y narrador deportivo. Culminó su exposición proclamando la exaltación al Salón de la Fama del Deporte Puertorriqueño de Elliott, que se rascaba una oreja incómodo por las alabanzas.
En el asiento del frente, Fernando, pantalón negro y guayabera blanca, como su cabello, sacó una de las dos libretas que tenía atacuñadas en los bolsillos superiores de la camisa, y comenzó a tomar notas como si tuviera la intención de extraer información de aquella tertulia para su próximo libro. Una persona que produjo veintiocho títulos relacionados con nuestra historia se le hacía imperativo tomar notas de la cascada de información que vertían aquellos apasionados del deporte.
Maritza se dio cuenta de que el toma y dame entre Elliott y Tuto, desatado con el simple ¿qué tal?, amenazaba con monopolizar la conversación, y como experimentada periodista, tomó el control para lanzar la próxima pregunta a los otros compañeros de vuelo: Don Rafa, usted que ha sido considerado un innovador en el arte de las armonías vocales y los arreglos musicales para tríos de guitarras, ¿le quedó algo por aprender? El músico se sonrió con timidez y se abrazó al requinto como si fuera su manta de seguridad: uno nunca acaba de aprender, y aquí estoy aprendiendo con este “trío de voces de Puerto Rico”, como los son Elliott, Tuto y Fernando. ¡Genial!, se le escapó a Pedro Juan Figueroa que escuchaba embelesado a sus compañeros de vuelo.
Rafael Scharrón había utilizado hábilmente el nombre del trío que fundó para describir a sus compañeros de viaje. Siempre que ponía mi mano izquierda en el diapasón, este instrumento me transportaba a lugares sublimes, acotó el músico más adelante en la conversación. Pedro Juan expresó que esa misma experiencia sintió en escena el día que hizo su debut en el teatro en la obra Sacrificio en el Monte Moriah de René Marqués. Donde la voz de Abraham era Muñoz Marín, recalcó el Padre Picó.
Y así, mientras continuaba tomando altura aquella tertulia de unos seres especiales que se nos marcharon entre mayo y agosto de 2017, me acordé de mi padre que ya tiene 103 años, que siempre dice: Cuídense, que de los buenos quedamos pocos.