Mayra Montero: Diario del huracán
Una semana después del huracán empiezo a acostumbrarme a dormir en un catre, en el balcón, y a leer con la ayuda de un “book light”.
Me despierto a las seis. Las palomas zurean. Una torcaza aliblanca que rescaté chiquita y solté cuando la vi “huevona” se me viene encima, vira la cabeza y me enfoca con un solo ojo, vertiginoso como el universo. El perrito duerme conmigo, al amanecer pelea con el gato (todos estamos tensos). Otros perros ladran a lo lejos, las cotorras andan desorientadas desde el paso de Irma y extreman también su algarabía. Los zorzales de patas coloradas están psicóticos, sé que lo están. Se congregan changos, reinitas y pitirres.
Yo me acuerdo de una canción de mi adolescencia, Campo Alegre, del grupo español Fórmula V, que enumeraba las ventajas de vivir en el bosque y despertar rodeado de pajaritos que “vendrán a saludarte y a comer de tu pan”. Tenía un estribillo luminoso: “Cásate conmigo, y podrás vivir aquí”.
Por la mañana prendo la planta para unirme a la civilización y escribir un poco. Luego la apago, almuerzo en frío, voy a Sephora y me pruebo los perfumes más caros, me pinto con los “lipsticks” más extravagantes, y regreso a casa perfumada y pintada, como si entrara al burdel. La luz la vuelvo a poner a eso de las ocho, y la apago a las once cuando me recluyo, de nuevo, en el catre.
Leo un libro de Frank Padrón que se titula “El cocinero, el sommelier, el ladrón y sus amantes”, ensayo de asuntos gastronómicos que entretiene mucho.