Huracanópolis
Destrozos en Barbuda, San Martín, las Islas Vírgenes estadounidenses y británicas, en Puerto Rico, Cuba y la Florida. Inexplicable retiro del mar hasta el horizonte en playas de las Bahamas. Unos días antes 50 pulgadas de lluvia en Houston. Hace unas semanas la violencia racista de Charlottesville y el mitin electoral de Arizona en el que el presidente Trump validó a supremacistas blancos y a la Derecha Alternativa. Dos meses atrás la afirmación de que la estadidad de Puerto Rico será un hecho en solamente cinco años. Huracanópolis, el presente de nuestro país, reposa sobre la degradación de la realidad y los desvaríos de la imaginación.
La fantasía colectiva del excepcionalismo de Puerto Rico ha adquirido en estos días una formulación machacona: “somos bendecidos”, “hemos sido bendecidos”, “gracias a Dios” y frases semejantes son repetidas por doquier por ciudadanos, políticos, meteorólogos y periodistas. Extraña forma de misericordia divina ésta que lleva al huracán más descomunal del último siglo a descargar su furia en otros lares. La suerte se disfraza como un privilegio o don que sirve para continuar ignorando lo que nos circunda. La decadencia del país se transforma en una singularidad maravillosa. En Huracanópolis se miden las velocidades de los vientos, pero deberían calcularse también las fuerzas meteóricas de las fantasías.
¿Qué pasó en estos días? El peligro extraordinario del huracán Irma, con vientos de hasta 185 millas por hora, apenas rozó nuestras casas. La suerte es cuestión de probabilidades: en esta ocasión no fue, pero en otra será. Puerto Rico no disfruta de un manto de protección, sino todo lo contrario. El Caribe no ofrece escondites ni escapatorias. Cada año, al igual que cualquier miembro de la comunidad de pueblos de la región, estaremos amenazados y, más temprano que tarde, no habrá suerte. En esta ocasión vientos y lluvias menores de la periferia más débil de la tormenta dejaron al menos al 70% de la población sin electricidad y al 25% sin agua. Esto no es normal ni justificable y es muestra dramática de pobreza y subdesarrollo. Una semana después, alrededor del 40% del país sigue sin energía eléctrica. San Juan y su área metropolitana son de las zonas más afectadas. No hizo falta que el huracán entrara a tierra para comprobar la debilidad del sistema: en las semanas que lo precedieron, la frecuencia y duración de los apagones fueron constantes. Huracanópolis no es el resultado de un estado de excepción, sino la conversión en normalidad de un estado crítico.
Los enfermos producen dinero. Con ellos hacen fortunas médicos, hospitales y farmacéuticas. La normalización del estado crítico tiene también sus profesionales. Inversionistas, políticos, politólogos, periodistas, relacionistas públicos, viven del mercadeo y gerencia de la gravedad. La semana del huracán acabó de convertir a la meteorología en espectáculo. Más que científicos, ciertos meteorólogos son personajes de redes y medios. Sus informes se dan con el patrocinio de firmas comerciales y llegué a escuchar a uno referirse a los que lo contrataban y a sus oyentes como sus “clientes”. Lo dijo con naturalidad, sin mostrar ninguna consciencia del daño que le causaba a su profesión al convertirla en empresarismo tecnológico.
En la radio la “cobertura de Irma” mostró prácticas de eficiencia económica. Se ahorró en periodistas, o más bien en locutores, y las emisoras vehicularon la información por medio de un maratónico locutor estrella, que durante horas recibió llamadas de alcaldes y de compañeros de trabajo, que ilustraban sobre el paso del fenómeno desde sus casas. Al día siguiente, la radio regresó a la cotidianidad de sus espacios de tiempo pagado por asociaciones o comercios. A diferencia de otros periodos de huracán, no hubo quién acompañara en las noches sin electricidad. Todo tiene excepciones, por supuesto, y tuve la oportunidad, no habiendo transcurrido todavía 24 horas de los vientos, de escuchar a un politólogo janguear junto a otros negociantes de los tiempos de huracán. Las risotadas y el autobombo eran dramáticos en ese cónclave que reunía a un oficial de Hacienda con ferreteros, dueños de restaurantes y una meteoróloga. Con el 70% del país a oscuras, se elogió la labor del gobierno, se disertó sobre los mejores tequilas y la calidad de las plantas eléctricas. El jolgorio motivó a un exsecretario de Justicia a escribir un mensaje de texto al anfitrión del programa que con suma sensibilidad y alegre complicidad lo leyó ante el micrófono. El letrado le comunicaba a sus cuates y al mundo que soportaba la segunda noche de planta eléctrica central bebiendo champán.
A la mañana siguiente, aparentemente repuesto ya de su presencia maratónica en las ondas, el locutor estrella de la emisora tuvo una curiosidad repentina cuando le dejaba la cancha libre en su programa al secretario de Salud: “¿Qué usted prefiere, un sándwich de mantequilla o uno de mayonesa?”. De esta manera, quedaban aclarados los peligros de envenenamiento, en un país que en ese momento tomaba la decisión de meter en bolsas de basura la compra de la semana.
En Huracanópolis sólo se habla en singular. Del gobernador a los alcaldes y legisladores, del exsecretario de Justicia al locutor de la radio, todos comienzan sus frases con el pronombre yo y las terminan con “de la mano de Dios”. El problema no está en vincular al “yo” con la divinidad, sino en estar convencido de que la divinidad produce un milagro que exime de malestar y esfuerzo.
En cinco años Huracanópolis será una provincia de Estados Unidos. En cinco años la AEE estará en manos privadas. En cinco años los políticos regalarán plantas eléctricas como antes compraban votos a fuerza de neveras. En cinco años una emisora volverá a auto elogiar su labor informativa diciendo “El día del huracán convertimos nuestra cobertura en categoría 5” y, nuevamente, sus locutores no se habrán dado cuenta de lo que verdaderamente están diciendo. En cinco años o en menos, no seremos bendecidos. Ese día, porque en esta ocasión no ocurrió, nos daremos cuenta de lo que significa vivir en Huracanópolis. Entonces conjugaremos el verbo sufrir en todas sus personas diciendo: yo sufro, tú sufres, él o ella sufre, nosotros sufrimos, ustedes sufren, ellos sufren. Y en Huracanópolis no habrá champán para estar lejos de las personas del verbo.
“Huracanópolis no es el resultado de un estado de excepción, sino la conversión en normalidad de un estado crítico”.