El Nuevo Día

El desafío de un huracán y el dolor de un adiós

El alcalde de Isabela tuvo que lidiar con la devastació­n de María, y en medio de esa crisis la vida lo obligó a prepararse para encarar la muerte de su esposa Rosa Irizarry Silvestrin­i

- MABEL M. FIGUEROA PÉREZ mabel.figueroa@gfrmedia.com Twitter: @MabelMFigu­eroa

La vida coloca todas las piezas en un orden preciso para que el destino siga su curso sin desviarse. Cada fragmento tiene su esencia. Cada trozo tiene su causa. Cada pedazo tiene su razón.

Aunque se apueste a la invidencia, la realidad brilla, es clara... por más dolorosa que sea.

La severidad implacable del huracán María obligó al alcalde

Charlie Delgado a refugiarse junto a su esposa, sus tres hijos y tres nietos en un pequeño espacio en el Centro de Operacione­s de Emergencia­s (COE) de Isabela.

Mientras afuera los vientos arrasaban con el pueblo, allí, juntos, enfrentarí­an, como familia, la tristeza del adiós, la agonía de la separación, la congoja de la preparació­n y el desconsuel­o de la muerte, que estaba lista para llevarse consigo a la matriarca, a su compañera de 35 años, a su guerrera: Rosa Irizarry Silvestrin­i.

“Hablamos muchas cosas... tuvimos la oportunida­d de estar juntos en un espacio reducido”, dijo el alcalde a El Nuevo Día en una entrevista en la que reflexionó, lloró y no escondió su tristeza.

Rosa, su esposa, murió 14 días después del huracán María.

Delgado tuvo que lidiar con la transición, con la pérdida, con el dolor de sus hijos y nietos y con los desafíos de todo el pueblo de Isabela que, como el resto del país, quedó sumido en la desolación.

Con un cáncer que regresó por tercera vez muy agresivo, Rosa necesitaba un respirador conectado a la electricid­ad. El COE fue la mejor opción. Se mudaron allí, a un cuartito con dos literas. La cuenta regresiva se activó. “No se quejó de dolor, sabiendo lo que estaba pasando, viendo que físicament­e seguía deterioran­do, viendo que su búsqueda de aire era cada vez más agonizante... Fueron momentos en los que me habló sobre sus preocupaci­ones con nuestros hijos...”, rememoró. Se detiene. Se le quiebra la voz. La pérdida de su esposa es tan reciente... aún está en el COE el tanque de oxígeno que ella usó.

Cuando los vientos de María se detuvieron, el alcalde pudo constatar la destrucció­n del pueblo. Cada día salía, con el ánimo que le inyectaba su esposa. Cada tarde él regresaba, para contarle a ella lo que encontraba: la devastació­n material y humana en Isabela.

Esos primeros días, Rosa le pidió a su esposo que abriera un espacio para los pacientes que, como ella, necesitaba­n de máquinas de oxígeno para seguir vivos. El 90% del sistema eléctrico del pueblo se vino abajo, así que era urgente asistirlos. El lugar sigue abierto y alberga alrededor de 30 personas. “Esa fue su idea”, dijo el alcalde. La enfermedad atacó a la primera dama de Isabela hace 17 años, justo cuando el alcalde juramentab­a al cargo por vez primera. Él quería renunciar. Ella no lo dejó, le insistió que siguiera con su “misión”.

“Me dio el ánimo, la fuerza... Le dieron cinco años de vida. Nuestros hijos en ese momento eran unos niños de 14, 12 y 9 años. Le pedimos a Dios tiempo para poder sacarlos adelante”, contó.

Superó el cáncer, pero en el 2011 regresó. Con más trabajo que la primera ocasión, logró vencerlo otra vez. Y cuatro años más tarde, la enfermedad reapareció con furia, se alojó en un pulmón y en otras partes de su cuerpo.

Aún con metástasis, la palabra rendirse estaba proscrita. ¿Hubo alguna señal de que el final estaba cerca?

—Fue una guerrera, 17 años combatiend­o la enfermedad le dio mucha fortaleza... Vimos crecer y desarrolla­rse a nuestros hijos. La más pequeña siguió sus pasos como farmacéuti­ca... Mientras estaba en la graduación, sentado en los bleachers de ese coliseo en Orlando, Florida, recibí en mi corazón un mensaje. ¿Cuál mensaje?

—(Llora) Lo que sentí era que terminaba una época y empezaba otra. La misión que Dios le había dado estaba culminando. ¿Justo en ese momento supo que era el principio del fin?

—Sí, eso fue en mayo de este año... Dos semanas antes del huracán, Patricia había revalidado y fue un momento de mucha alegría. De ahí en adelante comienza un deterioro físico dramático. Entonces, entra el huracán y fue cuando comenzamos a tener esas conversaci­ones que no me gustaba oír. ¿Por qué?

—Porque era muy doloroso saber que pierdes a tu pareja de toda la vida, al ser que amas. Llegaba al fin de sus días y para mí era muy

escuchar sus palabras de que ese final estaba llegando. ¿Qué cosas le decía?

—Se preocupaba de los detalles, estas cuentas, este seguro... y no quería escucharla hablar de eso. Pero ella poco a poco, de manera sutil, me fue llevando a entender. Ella lo estaba preparando...

—Sí, y preparó a mis hijos también... Nos iba fortalecie­ndo y preparando para el desenlace. Ver esas noches que ella pasaba con tanta dificultad, era muy duro. Ir de la cama al baño, era como correr un maratón de 10 millas por el aire que le faltaba.

Mientras pasaba eso, la devastació­n del huracán estaba ahí, ¿qué le decía su esposa?

—Que fuera a hacer lo que tenía que hacer y que no me quedara allí por ella.

Entonces, él asumió con entereza lo que le tocaba. De hecho, a solo 48 horas del paso del huracán, una alerta del Servicio Nacional de Meteorolog­ía advertía que todos los residentes de Isabela y Quebradill­as tenían que desalojar porque la represa Guajataca estaba a punto de colapsar.

Ese mensaje difundido por las ondas radiales dejó al país con el corazón en la mano. En Isabela, Delgado sabía que no era tan dramático porque existía un plan detallado que él había estudiado. Tan solo una comunidad de 94 familias estaba en peligro y hacia el barrio Planas se dirigió.

“Nos movimos al barrio Planas, cuyo único acceso es una carreterit­a por el bosque Guajataca. No había paso por ahí”, dijo. ¿Y cómo llegaron? —Por la carretera 112, por San Sebastián y Moca.

Imagino la desesperac­ión...

—Íbamos muriéndono­s. Al llegar, comenzamos casa por casa a avisarles que salieran, que era inminente, porque la represa podía colapsar en cualquier momento. ¿Qué hizo la gente?

—Comenzaron a poner las cosas de mayor valor en sus autos. Había carros con mattresses, animales, de todo. La única salida del lugar era una cuesta, la cuesta El Pitirre, que estaba enfangada, los carros patinaban al intentar salir. ¿Qué hicieron?

—Montamos un operativo con 2 vehículos por si se quedaba uno patinando. Yo estaba abajo, otro de los policías estaba arriba avisando si los autos pasaban. Así hicimos con más de 100 vehículos. Fue una operación que duró unas cinco horas. ¿Qué pensaba mientras veía toda esa escena? —Que no se rompiera la represa, porque nos iba a llevar a todos. Desde donde estaba podía verla. ¿Y llovía?

—No paraba de llover. Ya la noche cayendo, sin iluminació­n, hasta que sacamos la última persona. Más tarde, el gobernador Ricardo Rosselló junto a la comisionad­a residente Jenniffer González llegaron a Isabela. Tuvieron una breve conversaci­ón. Le dejaron un teléfono satelital.

“Parto al pueblo, llego al Coliseo y veo miles de personas. La gente, los niños llorando. Era como ver una película de terror”, recordó.

El pueblo completo estaba aterrado. Él trató de explicarle­s que no tenían que dejar sus casas, pero todo estaba en su contra: no había emisoras de radio, ni teléfono. La fuerza del mensaje del sistema meteorológ­ico fue muy dramática y se repetía. Contrarres­tarlo era cuesta arriba.

“Agarré un megáfono, me trepé en la capota de un vehículo y llamé a la gente... les dije que no había ningún peligro”, narró. ¿Cómo reaccionar­on?

—La mayoría no quería regresar a sus casas. Había niños llorando, diciendo: ‘mami, no quiero ir a casa porque nos vamos a morir’. ¿Cuánto tiempo le tomó que la gente confiara en lo que decía? —Como dos o tres semanas. Delgado continuaba trabajando con el desastre en Isabela, y en las noches velaba por su esposa.

Hasta que el calendario marcó el 3 de octubre y el reloj, las 5:00 p.m. Rosa se quedaba sin oxígeno.

Llamaron al 9-1-1 y la trasladaro­n a un hospital en Manatí, que era de los pocos energizado­s. En la camilla, mientras la sacaban del COE, logró incorporar­se y con su mano se despidió de algunos empleados que estaban allí.

“En el hospital Dios volvió a preparar un gran escenario de amor”, dijo el alcalde con esa mirada con la que uno va recorriend­o las escenas vividas en la mente. ¿Qué pasó? —Nuestra amiga, la pastora Nilsa Bonilla que había estado clínicamen­te muerta y tuvo una experienci­a con el Señor, pudo condifícil tarles a mis hijos. Cuando terminó, llegó otro amigo, pastor de la Iglesia Presbiteri­ana. Él pasó por una experienci­a similar... Nos dijeron que lo último que un paciente pierde antes de partir es su audición, ella escuchaba. Rosa estaba aferrada a la vida por la familia. Pidieron que nuestros hijos le hablaran y se despidiera­n. ¿Lo hicieron?

—Sí, cada uno le dijo lo que había en su corazón. El último en hablarle fui yo... ¿Qué le dijo por última vez?

—(Llorando) Le dije: ‘Rosa, yo te amo y quisiera que te quedaras, pero tu batalla terminó, ya hiciste lo que Dios te encomendó, es momento de partir... vamos a estar bien. Vete en paz, no pelees más’. ¿Qué pasó cuando terminó?

—El monitor (de latidos del corazón) comenzó a bajar, bajar y bajar, hasta que se fue.

Rosa fue declarada muerta el 4 de octubre, a la 1:00 p.m. ¿Usted cree que ella lo oyó y así pudo irse?

—Nos escuchó a todos, no me cabe duda. Cuando mis hijos le hablaban, se podía ver su reacción en el monitor. (Llorando) Con mi despedida ella decidió marcharse, llegó el momento. Te puedo decir que en medio de ese dolor sentíamos una paz increíble. ¿Cómo describirí­a ese momento?

—Fue una experienci­a hermosa en medio de un gran dolor... Ver aquel monitor apagarse y apagarse su vida, era una seguridad de que ella iba directo al cielo y de que todos tenemos un propósito en la vida. Ese momento me llevó a reflexiona­r, tengo que seguir.

Como fue el deseo de Rosa, su cuerpo fue cremado. Dos días después del deceso, celebraron una misa en la iglesia católica San Antonio de Padua, de Isabela.

Hasta la misa llegaron el exgobernad­or Aníbal Acevedo Vilá y el gobernador Ricardo Rosselló, así como su amigo Héctor Ferrer. Eso le tocó profundame­nte.

“Ver compañeros de partido, como Acevedo Vilá, wow, me tocó. Significó mucho para mí ver que llegara el gobernador Rosselló, fue para mí bien importante porque había un mensaje no solo para mi familia, sino para el pueblo”, dijo. ¿Cuál era ese mensaje?

—Que es más importante el ser humano, la gente, que las cosas que nos puedan separar.

“Le dije: ‘Rosa, yo te amo y quisiera que te quedaras con nosotros, pero tu batalla ya terminó... Vete en paz’. El monitor (de latidos del corazón) comenzó a bajar y bajar, hasta que se fue”

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suministra­da La primera dama de Isabela, Rosa Irizarry, usó los días posteriore­s al huracán María para preparar a su familia a enfrentar su muerte.
 ?? Fotos / suministra­das ?? El alcalde de Isabela, Charlie Delgado, llevaba 35 años casado con Rosa Irizarry, una mujer que él describió como una guerrera.
Fotos / suministra­das El alcalde de Isabela, Charlie Delgado, llevaba 35 años casado con Rosa Irizarry, una mujer que él describió como una guerrera.
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Ante la inminencia del huracán, la familia entera se movió al COE. A la izquierda, el pequeño cuartito donde se acomodaron e iniciaron la transición hacia la despedida. Aún se ve allí el tanque de oxígeno que Rosa usaba.
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