¡Ábranlas ya!
Soy maestro y mi vocación es enseñar. En estos días, lo he tenido que hacer bajo condiciones mucho menos cómodas que las que acostumbraba tener, pero sentía la necesidad de volver a mi trabajo, ajustándome a las condiciones existentes. Peor, por mucho, sería no hacer nada.
Somos miles de maestros y maestras, en escuelas públicas y privadas, dispuestas y dispuestos a dar muchas millas extras, y hacer lo que tengamos que hacer para enseñar. Tras la tormenta, directoras, docentes, conserjes y guardias han ido mucho más allá de sus funciones oficiales, uniéndose con padres y vecinos para poner sus escuelas en condiciones para volver a clases. Los beneficios educativos de esta unión para superar retos superan por mucho las incomodidades que haya que seguir tolerando.
Pero increíblemente, en muchas escuelas públicas, han surgido escollos desde arriba. Directoras de escuelas me han contado cómo, tras extraordinarios esfuerzos colectivos del personal escolar y de las comunidades por habilitar sus planteles, que a todas luces ya podrían abrir, se les ha prohibido recibir estudiantes, en algunos casos luego de haber reunido clases. Circulan insistentes rumores de nuevos cierres escolares, usando como pretexto exageraciones de los daños que sufrieron las estructuras.
Hace mucho tiempo, estudié administración educativa. Aprendí que es sumamente sacrificado, muchas veces ingrato, crear las condiciones para que se pueda enseñar y aprender. Concluí que es un trabajo esencialmente político: hay que manejar a estudiantes, familiares, personal docente y no docente, e inevitablemente, “instancias superiores” que piden cuentas. Esos grupos tienen muchos conflictos; hay que conciliarlos constantemente, negociando, escuchando desahogos de todo el mundo, manteniendo siempre como norte el promover que se enseñe, y se aprenda, con la mayor armonía posible.
No es mi vocación, pero aprecio y respeto a quienes la tienen, y hacen ese trabajo tan arduo y necesario.
En las escuelas públicas, ese trabajo político se complica más. En todo sistema educativo público, chocan fuertes intereses por la cantidad de recursos que se manejan. En las comunidades marginadas, escasean los recursos económicos y políticos para hacer valer los intereses de sus hijos e hijas, y los sistemas escolares que las sirven muchas veces ignoran, o hasta lastiman, los intereses de aquella niñez que debería ser su primera prioridad. Eso lo que da es rabia.
Rabia da ver cómo consideraciones administrativas, o político partidistas, priman sobre la necesidad de volver a clases de la niñez más frágil del país; sobre la voluntad de directoras y maestras, vecinos y conserjes que se han unido más allá del deber para preparar los planteles; contra la razón y la propia misión de las escuelas.
Entre comunidades humildes que se alzan por el derecho de sus niños a estudiar, y una administración que busca pretextos para negárselo, está claro a quién hay que apoyar, y a quién acusar de traicionar la sagrada misión que le fue encomendada.