Vivo en Sudáfrica el apartheid económico
SE SUPONÍA QUE el fin del apartheid sería un inicio.
Judith Sikade imaginaba escapar de los asentamientos, donde el gobierno había obligado a vivir a las personas de raza negra. Su objetivo era encontrar un empleo en Ciudad del Cabo, cambiando su choza por una casa con comodidades modernas.
Más de 20 años después, Sikade, de 69 años, vive en el asentamiento lleno de basura de Crossroads, donde miles de familias de raza negra han usado tablas astilladas y láminas de metal para construir cuchitriles sin aire a falta de algún otro lugar para vivir.
“He ido de una choza a otra”, dice Sikade. “Estoy luchando por todo lo que tengo. Uno sigue viviendo en el apartheid”.
Sudáfrica se atribuye un logro de gran trascendencia: la demolición del apartheid y la construcción de una democracia. Pero para los sudafricanos de raza negra, que componen tres cuartas partes de esta nación de unos 55 millones de habitantes, la liberación política aún tiene que traducirse en amplias ganancias materiales.
El apartheid esencialmente ha persistido en forma económica.
Esta realidad es palpable mientras la zozobra se apodera actualmente de Sudáfrica. Los manifestantes exigen la destitución del presidente Jacob Zuma por revelaciones de corrupción de tan alto nivel que es descrita como captura de Estado, luego que intereses privados com-
praran, de hecho, el poder para desviar recursos del Estado en su dirección. La economía se tambalea hacia la recesión, empeorando una tasa de desempleo que alcanza casi el 28 por ciento.
Debajo del enojo yacen muy arraigadas disparidades en la riqueza. En la estela del apartheid, el gobierno dejó tierras y otros bienes principalmente en manos de una élite predominantemente blanca. La resistencia del gobierno a transferencias de tierra a gran escala reflejó su renuencia a inquietar a los inversionistas internacionales.
Hoy, millones de sudafricanos negros carecen del capital necesario para iniciar negocios. Menos de la mitad de la población en edad laboral está oficialmente empleada.
El partido gobernante, el Congreso Nacional Africano, construyó imperios de nuevas viviendas para los sudafricanos de raza negra, pero los concentró en los asentamientos, lo que refuerza las restricciones geográficas del apartheid. Aquellos con empleos a menudo soportan traslados de una hora o más en minibuses privados que se quedan con una gran parte de sus sueldos.
“Nunca desmantelamos el apartheid”, dijo Ayabonga Cawe, execonomista en Oxfam, la confederación internacional que realiza labores humanitarias. “Los patrones de enriquecimiento y empobrecimiento siguen siendo los mismos”.
Sudáfrica tuvo que rediseñar una economía dominada por la minería y expandirla a actividades como el turismo y la agricultura al tiempo que superaba un legado de explotación colonial, opresión racial y aislamiento global, resultado de décadas de sanciones internacionales.
Aun así, de 1998 al 2008, la economía se expandió alrededor de un 3.5 por ciento al año, doblando el tamaño de la clase media de raza negra. El gobierno construyó millones de casas, extendió el alcance del agua potable y la electricidad, y distribuyó subvenciones en efectivo a millones de pobres.
Sin embargo, la crisis financiera global del 2008 causó estragos en Sudáfrica, acabando con la demanda por los depósitos minerales que son el centro de su economía. Eso eliminó la mitad de los casi 2 millones de empleos que se habían creado en los cuatro años anteriores. Hoy, Sudáfrica es una tierra de contrastes impresionantes.
Sin tierra y sin aval
Creciendo en un asentamiento cerca de Durban, en la costa este de Sudáfrica, Siyabonga Mzulwini puso su fe en los poderes transformadores de la educación.
Durante el apartheid, la educación para la raza negra había sido una consignación a la pobreza permanente. El sistema educativo bantú había sido establecido para producir enormes cantidades de trabajadores negros poco calificados y con bajos salarios para vivir de la minería.
Hace cuatro años, Mzulwini obtuvo un título de administración de empresas de una universidad técnica.
Él y tres socios registraron una compañía, confiados en obtener un contrato del gobierno reservado para compañías de propiedad negra. Pero cuando solicitaron préstamos, los bancos los rechazaron. No tenían aval.
El 10 por ciento de todos los sudafricanos —la mayoría blanca— posee más del 90 por ciento de la riqueza nacional. Alrededor del 80 por ciento de la población —abrumadoramente negra— no posee absolutamente nada.
Esto fue tanto producto del colonialismo, como el precio negociado para poner fin al apartheid. Para ganar la aprobación del Partido Nacional para las elecciones, el CNA renunció a importantes transferencias de tierra de control de la raza blanca a la negra.
El nuevo gobierno enfrentó enormes déficits presupuestales y grandes demandas de vivienda y electricidad. Construir requería pedir préstamos de inversionistas globales y se corría el riesgo de que las transferencias de tierra asustaran a los mercados.
El gobierno satisfizo a los mercados internacionales e hizo que los asentamientos rebosaran de construcciones. Sin embargo, este enfoque tuvo un costo, uno con el que, de hecho, cargan Mzulwini y sus socios. Operaban con los mismos bienes que sus familias habían tenido durante el apartheid: nada.
Compraron podadoras, a fin de licitar contratos del gobierno para cortar el césped a lo largo de las carreteras locales. Salieron decepcionados.
Un día, Mzulwini se topó con un compañero de estudios que trabajaba en el ayuntamiento.
“Me dijo que a menos que pagáramos un soborno de 10,000 rand (unos $737), jamás obtendríamos algún contrato”, recordó Mzulwini.
Esa suma estaba muy lejos de su alcance. Así que Mzulwini y sus socios pusieron la vista en contratos para ayudar a construir casas proporcionadas por el gobierno. Se acercaron a una compañía constructora para buscar un papel como subcontratista.
Rechazados de nuevo, Mzulwini y sus socios se pusieron en contacto con una federación de negocios que opera como una plataforma para potenciales emprendedores de raza negra frustrados por la situación.
Compañeros de la federación llegaron a una obra en construcción y amenazaron con sacudir los andamios si los trabajadores no cesaban. El altercado le ganó a Mzulwini un lugar en un programa del gobierno que capacita a albañiles.
El año siguiente, Mzulwini y sus socios aseguraron contratos para hacer trabajo de albañilería, con ganancias netas de unos $5,150.
“Ser radical y enérgico es lo que me ha dado esperanza”, dijo Mzulwini. Se siente menos optimista sobre su país. “El sistema no funciona”.
Un hermoso estilo de vida
El sistema sí funciona, aunque a menudo para beneficio de las personas que lo manejan. Personas como Marcus Moloeli. “De niño siempre supe que había algo más grande”, dijo. “Siempre tuve curiosidad, ‘¿qué hay ahí adentro a lo que no puedo tener acceso?’”.
A los 38 años, Moloeli ya no necesita preguntarlo.
Vive en una colonia privada al norte de Durban. Su casa de dos pisos cuenta con dos cocheras que albergan dos Mercedes y un Audi, además del carrito de golf que conduce al country club del complejo.
Tras graduarse de una escuela técnica, se ofreció como voluntario en una liga juvenil dirigida por el gobierno. Eso se convirtió en un empleo en el equipo del presidente Zuma, supervisando asuntos de los jóvenes.
Hace dos años, inició un negocio asesorando a gobiernos locales sobre administración de su infraestructura. Al poco tiempo, ya era rico.
Las filas de millonarios negros, asiáticos o mestizos se expandió de 6,200 en el 2007, a 17,300 en el 2015. Lo que muchos tienen en común son vínculos lucrativos con el gobierno.
“Si no tuviera los contactos y el acceso a los recursos, no estaría donde estoy”, reconoció Moloeli. “Si tienes suficiente hambre, puedes construir un estilo de vida muy hermoso”.
Una calle de mala fama
Soweto, un asentamiento en las afueras de Johannesburgo, tiene especial resonancia como cuna del movimiento anti-apartheid. Era el hogar de Nelson Mandela y la sede de un levantamiento de 1976 que provocó una represión tan brutal que las imágenes le dieron vuelta al mundo.
En ese entonces, la calle Vilakazi, donde alguna vez vivió Mandela, era un camino de tierra lleno de baches y sin electricidad. Hoy, es un testimonio vivo de la clase media de Sudáfrica que aumentó más del doble del 2004 al 2013, llegando a 4.2 millones.
En un sábado por la noche, la calle palpita con centros nocturnos que resuenan con música house. Profesionales de raza negra en ropa elegante llenan las mesas, bebiendo cocteles.
Colin Amos saluda a los clientes que llegan a su restaurante-bar. Este médico de raza negra abrió el lugar el año pasado como un proyecto secundario.
Esto podría ser un ejemplo del emprendimiento negro post-apartheid. Sin embargo, Amos lo ve como una ilustración de cómo la economía sigue inclinada en contra de las personas de raza negra.
Con frecuencia cortan la electricidad, lo que lo obligó a comprar un costoso generador. El restaurante de al lado recibe a la mayoría de los visitantes internacionales, gracias a una relación con las autoridades de turismo.
La colonia privada donde vive está llena de familias blancas que heredaron sus propiedades, dijo, además de unas cuantas familias negras que batallan para pagar sus hipotecas.
“Estamos sentados en una bomba de tiempo”, dijo Bongi Vilakazi, socio de Amos. “Todas las personas con las que hablo opinan que necesitamos tomar lo que es nuestro por derecho”.
El centro nocturno Taboo, en Johannesburgo, atrae a celebridades, socialités y sudafricanos ricos.