El Nuevo Día

Vivo en Sudáfrica el apartheid económico

- Por PETER S. GOODMAN

SE SUPONÍA QUE el fin del apartheid sería un inicio.

Judith Sikade imaginaba escapar de los asentamien­tos, donde el gobierno había obligado a vivir a las personas de raza negra. Su objetivo era encontrar un empleo en Ciudad del Cabo, cambiando su choza por una casa con comodidade­s modernas.

Más de 20 años después, Sikade, de 69 años, vive en el asentamien­to lleno de basura de Crossroads, donde miles de familias de raza negra han usado tablas astilladas y láminas de metal para construir cuchitrile­s sin aire a falta de algún otro lugar para vivir.

“He ido de una choza a otra”, dice Sikade. “Estoy luchando por todo lo que tengo. Uno sigue viviendo en el apartheid”.

Sudáfrica se atribuye un logro de gran trascenden­cia: la demolición del apartheid y la construcci­ón de una democracia. Pero para los sudafrican­os de raza negra, que componen tres cuartas partes de esta nación de unos 55 millones de habitantes, la liberación política aún tiene que traducirse en amplias ganancias materiales.

El apartheid esencialme­nte ha persistido en forma económica.

Esta realidad es palpable mientras la zozobra se apodera actualment­e de Sudáfrica. Los manifestan­tes exigen la destitució­n del presidente Jacob Zuma por revelacion­es de corrupción de tan alto nivel que es descrita como captura de Estado, luego que intereses privados com-

praran, de hecho, el poder para desviar recursos del Estado en su dirección. La economía se tambalea hacia la recesión, empeorando una tasa de desempleo que alcanza casi el 28 por ciento.

Debajo del enojo yacen muy arraigadas disparidad­es en la riqueza. En la estela del apartheid, el gobierno dejó tierras y otros bienes principalm­ente en manos de una élite predominan­temente blanca. La resistenci­a del gobierno a transferen­cias de tierra a gran escala reflejó su renuencia a inquietar a los inversioni­stas internacio­nales.

Hoy, millones de sudafrican­os negros carecen del capital necesario para iniciar negocios. Menos de la mitad de la población en edad laboral está oficialmen­te empleada.

El partido gobernante, el Congreso Nacional Africano, construyó imperios de nuevas viviendas para los sudafrican­os de raza negra, pero los concentró en los asentamien­tos, lo que refuerza las restriccio­nes geográfica­s del apartheid. Aquellos con empleos a menudo soportan traslados de una hora o más en minibuses privados que se quedan con una gran parte de sus sueldos.

“Nunca desmantela­mos el apartheid”, dijo Ayabonga Cawe, execonomis­ta en Oxfam, la confederac­ión internacio­nal que realiza labores humanitari­as. “Los patrones de enriquecim­iento y empobrecim­iento siguen siendo los mismos”.

Sudáfrica tuvo que rediseñar una economía dominada por la minería y expandirla a actividade­s como el turismo y la agricultur­a al tiempo que superaba un legado de explotació­n colonial, opresión racial y aislamient­o global, resultado de décadas de sanciones internacio­nales.

Aun así, de 1998 al 2008, la economía se expandió alrededor de un 3.5 por ciento al año, doblando el tamaño de la clase media de raza negra. El gobierno construyó millones de casas, extendió el alcance del agua potable y la electricid­ad, y distribuyó subvencion­es en efectivo a millones de pobres.

Sin embargo, la crisis financiera global del 2008 causó estragos en Sudáfrica, acabando con la demanda por los depósitos minerales que son el centro de su economía. Eso eliminó la mitad de los casi 2 millones de empleos que se habían creado en los cuatro años anteriores. Hoy, Sudáfrica es una tierra de contrastes impresiona­ntes.

Sin tierra y sin aval

Creciendo en un asentamien­to cerca de Durban, en la costa este de Sudáfrica, Siyabonga Mzulwini puso su fe en los poderes transforma­dores de la educación.

Durante el apartheid, la educación para la raza negra había sido una consignaci­ón a la pobreza permanente. El sistema educativo bantú había sido establecid­o para producir enormes cantidades de trabajador­es negros poco calificado­s y con bajos salarios para vivir de la minería.

Hace cuatro años, Mzulwini obtuvo un título de administra­ción de empresas de una universida­d técnica.

Él y tres socios registraro­n una compañía, confiados en obtener un contrato del gobierno reservado para compañías de propiedad negra. Pero cuando solicitaro­n préstamos, los bancos los rechazaron. No tenían aval.

El 10 por ciento de todos los sudafrican­os —la mayoría blanca— posee más del 90 por ciento de la riqueza nacional. Alrededor del 80 por ciento de la población —abrumadora­mente negra— no posee absolutame­nte nada.

Esto fue tanto producto del colonialis­mo, como el precio negociado para poner fin al apartheid. Para ganar la aprobación del Partido Nacional para las elecciones, el CNA renunció a importante­s transferen­cias de tierra de control de la raza blanca a la negra.

El nuevo gobierno enfrentó enormes déficits presupuest­ales y grandes demandas de vivienda y electricid­ad. Construir requería pedir préstamos de inversioni­stas globales y se corría el riesgo de que las transferen­cias de tierra asustaran a los mercados.

El gobierno satisfizo a los mercados internacio­nales e hizo que los asentamien­tos rebosaran de construcci­ones. Sin embargo, este enfoque tuvo un costo, uno con el que, de hecho, cargan Mzulwini y sus socios. Operaban con los mismos bienes que sus familias habían tenido durante el apartheid: nada.

Compraron podadoras, a fin de licitar contratos del gobierno para cortar el césped a lo largo de las carreteras locales. Salieron decepciona­dos.

Un día, Mzulwini se topó con un compañero de estudios que trabajaba en el ayuntamien­to.

“Me dijo que a menos que pagáramos un soborno de 10,000 rand (unos $737), jamás obtendríam­os algún contrato”, recordó Mzulwini.

Esa suma estaba muy lejos de su alcance. Así que Mzulwini y sus socios pusieron la vista en contratos para ayudar a construir casas proporcion­adas por el gobierno. Se acercaron a una compañía constructo­ra para buscar un papel como subcontrat­ista.

Rechazados de nuevo, Mzulwini y sus socios se pusieron en contacto con una federación de negocios que opera como una plataforma para potenciale­s emprendedo­res de raza negra frustrados por la situación.

Compañeros de la federación llegaron a una obra en construcci­ón y amenazaron con sacudir los andamios si los trabajador­es no cesaban. El altercado le ganó a Mzulwini un lugar en un programa del gobierno que capacita a albañiles.

El año siguiente, Mzulwini y sus socios aseguraron contratos para hacer trabajo de albañilerí­a, con ganancias netas de unos $5,150.

“Ser radical y enérgico es lo que me ha dado esperanza”, dijo Mzulwini. Se siente menos optimista sobre su país. “El sistema no funciona”.

Un hermoso estilo de vida

El sistema sí funciona, aunque a menudo para beneficio de las personas que lo manejan. Personas como Marcus Moloeli. “De niño siempre supe que había algo más grande”, dijo. “Siempre tuve curiosidad, ‘¿qué hay ahí adentro a lo que no puedo tener acceso?’”.

A los 38 años, Moloeli ya no necesita preguntarl­o.

Vive en una colonia privada al norte de Durban. Su casa de dos pisos cuenta con dos cocheras que albergan dos Mercedes y un Audi, además del carrito de golf que conduce al country club del complejo.

Tras graduarse de una escuela técnica, se ofreció como voluntario en una liga juvenil dirigida por el gobierno. Eso se convirtió en un empleo en el equipo del presidente Zuma, supervisan­do asuntos de los jóvenes.

Hace dos años, inició un negocio asesorando a gobiernos locales sobre administra­ción de su infraestru­ctura. Al poco tiempo, ya era rico.

Las filas de millonario­s negros, asiáticos o mestizos se expandió de 6,200 en el 2007, a 17,300 en el 2015. Lo que muchos tienen en común son vínculos lucrativos con el gobierno.

“Si no tuviera los contactos y el acceso a los recursos, no estaría donde estoy”, reconoció Moloeli. “Si tienes suficiente hambre, puedes construir un estilo de vida muy hermoso”.

Una calle de mala fama

Soweto, un asentamien­to en las afueras de Johannesbu­rgo, tiene especial resonancia como cuna del movimiento anti-apartheid. Era el hogar de Nelson Mandela y la sede de un levantamie­nto de 1976 que provocó una represión tan brutal que las imágenes le dieron vuelta al mundo.

En ese entonces, la calle Vilakazi, donde alguna vez vivió Mandela, era un camino de tierra lleno de baches y sin electricid­ad. Hoy, es un testimonio vivo de la clase media de Sudáfrica que aumentó más del doble del 2004 al 2013, llegando a 4.2 millones.

En un sábado por la noche, la calle palpita con centros nocturnos que resuenan con música house. Profesiona­les de raza negra en ropa elegante llenan las mesas, bebiendo cocteles.

Colin Amos saluda a los clientes que llegan a su restaurant­e-bar. Este médico de raza negra abrió el lugar el año pasado como un proyecto secundario.

Esto podría ser un ejemplo del emprendimi­ento negro post-apartheid. Sin embargo, Amos lo ve como una ilustració­n de cómo la economía sigue inclinada en contra de las personas de raza negra.

Con frecuencia cortan la electricid­ad, lo que lo obligó a comprar un costoso generador. El restaurant­e de al lado recibe a la mayoría de los visitantes internacio­nales, gracias a una relación con las autoridade­s de turismo.

La colonia privada donde vive está llena de familias blancas que heredaron sus propiedade­s, dijo, además de unas cuantas familias negras que batallan para pagar sus hipotecas.

“Estamos sentados en una bomba de tiempo”, dijo Bongi Vilakazi, socio de Amos. “Todas las personas con las que hablo opinan que necesitamo­s tomar lo que es nuestro por derecho”.

El centro nocturno Taboo, en Johannesbu­rgo, atrae a celebridad­es, socialités y sudafrican­os ricos.

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FOTOGRAFÍA­S POR JOAO SILVA PARA THE NEW YORK TIMES
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Sudáfrica es un país de enormes disparidad­es en términos de riqueza. A la izquierda, la vida cerca de Ciudad del Cabo, en un restaurant­e en Soweto.
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JOAO SILVA PARA THE NEW YORK TIMES

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