Nuestra Señora de la Luz
La periodista de una estación radial de Miami me pregunta con insistencia sobre la capacidad del gobernador “Roselo” para exigir ante el Congreso $94 mil millones para la reconstrucción de Puerto Rico. Advierto por el hilo telefónico un acento colombiano y un conocimiento actualizado sobre lo acontecido en las vistas congresionales de esta semana en las que testificaron Ricardo Rosselló Nevares y el zar de La Luz, Ricardo Ramos. La mujer sabe cuándo las piezas no cuadran.
“¿Cómo pueden pedir esa cantidad de dinero cuando no ofrecen claridad sobre la otorgación de contratos de emergencia que resultan ser escandalosos?”, insiste citando fuentes confiables, mientras yo no tengo otra que reconocer lo inevitable: no tiene capacidad. No la tiene. Tampoco credibilidad. La gestión pública, simple y llanamente, es un fracaso a la vista de todos, y rebasa las fronteras de la isla para ser la comidilla de medios internacionales. Puerto Rico desfallece y nadie parece intervenir para evitarlo -ni siquiera los propios ciudadanos. Más bien pareciera todo lo contrario.
La espiral que empezara con el azote del hu- racán María continúa su ruta descendiente, mientras sectores importantes de la economía permanecen detenidos por la falta de electricidad, entre muchas otras cosas. Esto de por sí augura un lúgubre panorama para los pequeños y medianos comerciantes, por dar un ejemplo somero. Para el que mira desde afuera resulta incomprensible que a casi dos meses del azote no se haya restablecido la energía, pero peor aún es que no haya surgido un movimiento ciudadano que reclamara incesantemente hasta que los funcionarios reaccionaran o se fueran. “¿Qué hacen los puertorriqueños ante esto?”, insistía la periodista sin saber que evocaba aquella pregunta legendaria de Betances sobre la ausencia de rebelión popular ante la opresión.
Será por miedo o cansancio pero los presidentes de asociaciones, universidades o gremios se muestran tímidos en sus denuncias, a pesar de que se nos va la vida en evitar que el colapso estructural sea permanente. Entre el éxodo activo, el disloque de la economía y la violencia institucional del congreso con la imposición de nuevos aranceles para los productos manufacturados en Puerto Rico, la isla se ahoga lentamente con cada día que pasa. Desempleo, improductividad, pobreza.
Como si esto no bastara, el sistema educativo opera parcialmente y los hospitales no han vuelto a abrir con normalidad. Estamos ante un asunto de dignidad y de justicia pero los silencios para exigirlas son demasiado evidentes y pa- reciera que anunciaran las peor de las resignaciones. ¿Será la alcaldesa de San Juan la única osada en sus atinadas denuncias? ¿Callarán ante los nuevos impuestos para cuadrar la reforma contributiva federal? ¿Cuántas maneras más habrá de ser pusilánime?
A juzgar por lo que veo, no me siento optimista de que superaremos esta coyuntura con alguna medida de retorno a la normalidad. La crisis justificará nuevos sacrificios, nuevos ajustes y nuevos expolios. El estado de shock es siempre útil para justificar lo que de otro modo sería impensado y un Puerto Rico reducido en más de una forma se vuelve a apetecible para cierto tipo de capital. Expropiar será más fácil por vía del abandono obligado. Las variantes se comentan a pleno sol: volver a la isla un paraíso de consumo de combustibles fósiles, un inmenso “resort” para el disfrute de pocos, un gueto de sirvientes obedientes y dóciles.
Además, este pesimismo se alimenta de un silencio corrosivo en los medios de comunicación que omiten demasiadas preguntas incómodas, al tiempo que repiten eslóganes ofensivos por falsos. Estamos en pleno desierto y no tenemos agua.
“Puerto Rico desfallece y nadie parece intervenir para evitarlo -ni siquiera los propios ciudadanos. Más bien pareciera todo lo contrario.”