El Nuevo Día

El asesinato de las playas

Mayra Montero Antes que llegue el lunes

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Si nos vamos a agarrar al turismo como tabla de salvación en los próximos años, esas cosas, esas playas embarradas, no las debe ver el mundo.

Si algo vimos claramente en el vídeo que filmó una ciudadana sobre una descarga de aguas negras en la playa de Condado, fue precisamen­te que las aguas eran de ese color.

Pueden tener un origen pluvial o un origen divino, da igual. Pero negras, lo que se dice negras, lo eran, y además retintas.

La presidenta de la Junta de Calidad Ambiental afirmó que las aguas pluviales que salen de esas tuberías nunca son incoloras porque “arrastran sedimentos”. Muy bien. Sea como sea, la ciudadana que filmó la escena y un surfista que estaba en el área, dieron cuenta de la fuerte pestilenci­a que despedía aquel chorro, y se notaba que junto a la podredumbr­e salían al mar diversos objetos, envases de plástico y otras porquerías.

El caso debe investigar­se porque, tomando en cuenta la cantidad de salvajadas que se han cometido en el país —esas historias de camiones repletos del producto de los pozos sépticos, que han sido descargado­s en los ríos—, no tendría nada de particular que hubiera pasado algo similar en Condado. Con tantos camiones haciendo trabajos por doquier, y obreros conectando tubos y reparando vías, no me extrañaría que se colara un inescrupul­oso y se las arreglara para deshacerse de las aguas negras que de su empresa.

Dijeron que habían cogido muestras en el lugar, y estamos esperando por los resultados. No toma tanto tiempo comprobar si había gran cantidad de coliformes fecales. Y si no los había, pues perfecto: las aguas negras que salieron —porque no eran verdes ni amarillas— son inocuas, y podemos chapotear en ellas. O lo uno o lo otro, pero alguien tiene que aclararlo rápido.

El otro aspecto de esto es que, en efecto, puede darse la posibilida­d de que lo que haya salido por la enorme boca de la tubería fuese agua de lluvia. Solo hay que ver el estado de los sumideros por toda la ciudad, para uno darse cuenta de que tan pronto cae el aguacero, la dignidad de lo pluvial se pierde.

A la suciedad inevitable que trajo el huracán, hay que añadir toda la basura que tira la gente en las aceras, sin preguntars­e jamás adónde irá parar la bolsa de papitas, el vaso plástico, el sorbeto, el palito del pincho (con un trocito de carne todavía ensartado), las latas de bebida, los condones, el agua donde se lavó el rolo de pintura, y, más recienteme­nte, el aceite de la planta eléctrica.

Puede que esa catarata ennegrecid­a que salió a la playa, además de los restos de animales muertos —y de ahí la peste— llevara mucho, mucho aceite usado provenient­e de los generadore­s que estuvieron día y noche prendidos en el área.

Es horripilan­te, pero apuesto a que muy poca gente está recogiendo el aceite de sus plantas en envases para llevarlo a los centros de reciclaje. En muchos hogares se ha recurrido a terceras personas o empresas que se encargan de dar mantenimie­nto a los generadore­s, y uno esperaría —esperaría—, que esos contratist­as no tiren el aceite por la alcantaril­la. Pero no podemos dar por seguro que estén cumpliendo con las normas de Calidad Ambiental. Tampoco los ciudadanos que se ocupan ellos mismos de cambiar aceite y filtro, puede que cumplan a cabalidad con la disposició­n de los desechos. Más que nunca, hay que estar monitorean­do no solo las aguas de la costa, sino la de los afluentes de los ríos y otros cuerpos de agua.

Es lógico que exista un cierto desbarajus­te en todos los aspectos de la vida diaria, a solo tres meses del paso de un fenómeno catastrófi­co, pero hay ámbitos que deberían preservars­e. Aparte de lo del Condado, que debe esclarecer­se ya, hay que pensar que abundan las descargas similares en otros sitios más delicados todavía. Dudo que toda esa gente crispada, agobiada por la falta de luz, miles y miles de propietari­os que colaboran con el sonsonete nocturno de los generadore­s, tenga el cuidado de que no se les vaya el aceite por donde no debe.

Si nos vamos a agarrar al turismo como tabla de salvación en los próximos años, esas cosas, esas playas embarradas, no las debe ver el mundo. Con esto no quiero decir que no deba filmarse el incidente. Por supuesto que debe filmarse, denunciars­e y colgarse en internet. Es la única manera de que se disparen las alarmas.

¿Alguien ha visto la cantidad de ratas muertas que están apareciend­o en la calle? Nunca había visto ratas en los lugares en que las veo, sitios céntricos de la ciudad. Los restos de esos animales, algunos muertos por veneno, se diluyen en las alcantaril­las. En las aguas que nunca son “incoloras”. Y quien dice ratas, dice el relleno nocivo de los muebles arrumbados en los vertederos ilegales, y los detritos que levantan montañas. Como detallaba en su pasada columna la escritora Ana Lydia Vega, sobre el fondo de follaje quemado hay “sobras de comida, papel de inodoro… reliquias electrónic­as, baterías difuntas”. Todo mezclándos­e y bajando con los remolinos de agua.

Por eso es importante limpiar las calles, recoger escombros, liberar sumideros. Porque hoy día, si le dieran a escoger a un condenado entre tomar un vaso de agua del alcantaril­lado sanitario, o uno del alcantaril­lado pluvial, yo creo que se muere antes con la pluvial, que está “premiada” de una manera mucho más diversa.

La limpieza de una ciudad no solo es llevarse lo gordo, los troncos y el follaje. Es recogerla entera, inculcar a los ciudadanos, que ellos no son menores de edad (no deben serlo), y que el sentido de una mínima decencia higiénica es básica es una isla pequeña, donde hay cada vez menos playas y de menor calidad. Si encima el mundo asiste al espectácul­o de esas descargas repugnante­s, “nunca incoloras”, estaremos totalmente perdidos.

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