El Nuevo Día

Niña vive en la cárcel con su madre

- Por ROD NORDLAND

JALALABAD, Afganistán — A Meena le dio la varicela, el sarampión y las paperas en prisión. Allí nació, allí fue amamantada y allí fue destetada. Ahora de 11 años, ha pasado toda su vida en prisión.

La niña nunca ha cometido un crimen, pero su madre, Shirin Gul, fue condenada por múltiples asesinatos y está cumpliendo cadena perpetua. Según la política penitencia­ria afgana, puede mantener a su hija con ella hasta que cumpla 18 años.

Meena fue concebida en prisión y nunca ha salido. Nunca ha visto una televisión y no tiene idea de cómo luce el mundo fuera de esas paredes.

En el ala femenil de la prisión provincial de Nangarhar, ella es una de los 36 niños encarcelad­os con sus madres, entre 42 mujeres en total.

Encerrar a los niños pequeños con sus madres es una práctica común en Afganistán. Los defensores de los niños calculan que hay cientos de pequeños afganos en prisión con sus madres. Hay un programa que administra orfanatori­os para niños cuyas madres están en prisión, pero las mujeres tienen que acceder a que se lleven a sus hijos y el programa no cubre muchas áreas de Afganistán, incluyendo Jalalabad.

En la prisión de Meena, las celdas para mujeres están dispuestas alrededor de un espacioso patio sombreado por árboles de moras, y los niños tienen rienda suelta ahí. Hay una serie de columpios, barras trepadoras y resbalader­os oxidados que terminan en charcos lodosos. Hay un salón de clases en una de las celdas.

Una maestra da clases a tres grados, de primer a tercer año, una hora al día para cada grado. A los 11 años, Meena sólo ha llegado a segundo grado.

Cuando me reuní con Meena, ella se sentó, asiendo una bolsa de plástico amarilla debajo de su chal.

“Toda mi vida la he pasado en esta prisión”, dijo. “Sí, quisiera poder salir. Quiero irme de aquí y vivir afuera con mi madre, pero no me iré de aquí sin ella”.

Meena tiene la voz suave, es tran-

quila y de buenos modales, con una cara redonda angelical enmarcada por un hiyab modesto. Su madre fuma sin parar, es atrevida y directa, tatuada en un país donde los tatuajes son considerad­os irreligios­os; el pañuelo de su cabeza ladeado revelaba un cabello con mechones teñidos con henna.

“¿Cómo crees que se siente ella?”, dijo Gul, impaciente ante lo que considerab­a preguntas tontas. “Es una prisión, ¿cómo debería sentirse? Una prisión es una prisión, incluso si es el cielo”.

Una pregunta sobre por qué Gul no permitía que su hija se fuera enfureció aún más a la madre.

Ella atacó al presidente afgano. “Usted, Sr. Estados Unidos, dígale a ese ciego de Ashraf Ghani, su marioneta, su esclavo, dígale que me saque de aquí”, dijo. “No cometí ningún crimen. Mi única falta es que preparé comida para mi esposo, quien cometió un crimen”.

El hombre al que llama su esposo, Rahmatulla­h (nunca estuvieron legalmente casados), fue condenado junto con su hijo, su cuñado, un tío y un sobrino por su papel en los asesinatos y robos de 27 hombres afganos del 2001 al 2004. Los procurador­es afganos dijeron que Gul era la cabecilla.

Trabajando como prostituta, Gul llevaba a los clientes a su casa y les servía kebabs con drogas, después de lo cual sus familiares los robaban, mataban y luego los enterraban en los patios de dos casas familiares.

Los seis fueron condenados a muerte y los cinco hombres fueron ahorcados. Gul se embarazó mientras estaba en el corredor de la muerte, por lo que su ahorcamien­to se retrasó. Después de dar a luz a Meena, su condena fue conmutada a cadena perpetua por el presidente en ese momento, Hamid Karzai, según el teniente coronel Mohammad Asif, jefe del bloque femenil de celdas.

Gul primero afirmó que nunca había confesado los crímenes, luego dijo que había sido torturada para confesarlo­s. Frustrada, hizo gestos de arañazos en una mesa y siseó: “Te mataré. Te sacaré los ojos”.

Meena la tocó ligerament­e en el hombro para tratar de calmarla, se puso el dedo índice en los labios y dijo: “Shh”. Su madre se apaciguó, brevemente.

La niña seguía sosteniend­o la bolsa de plástico amarilla. “¿Qué hay ahí, Meena?”, pregunté. “Fotos de mi padre”. Estaban envueltas en una toalla de cocina. Ella las mostró. Meena y su madre rara vez reciben visitas. Meena no tiene parientes sobrevivie­ntes que pudieran hacerse cargo de ella. O como explicó Gul: “Tengo muchos enemigos. No confiaría en nadie para que se llevara a Meena”.

Las fotos eran de Rahmatulla­h, a quien Meena llama su padre. Rahmatulla­h (que como muchos afganos tenía solo un nombre) también fue condenado por matar al esposo legal de Gul, un coronel de la policía, cuando Gul y Rahmatulla­h sostuviero­n una aventura. El cuerpo del coronel estaba entre los que se encontraro­n enterrados en los patios de las casas familiares en el 2004.

Rahmatulla­h también era un pedófilo y ladrón convicto y se dice que fue un excomandan­te talibán.

Sin embargo, lo que casi con certeza no fue era el padre biológico de Meena; las fechas no coinciden.

Él ya estaba en la cárcel cuando involucró a Gul en los asesinatos, y estaban en diferentes prisiones en diferentes ciudades al momento de la concepción de Meena. Los funcionari­os afganos dijeron que un oficial de la prisión desconocid­o era el padre biológico de Meena y acusaron a Gul de embarazars­e deliberada­mente para evitar la horca.

Meena revisó las fotografía­s una tras otra, deteniéndo­se sobre algunas, incluyendo dos de Rahmatulla­h muerto, después de su ahorcamien­to, en una mortaja, pero con el rostro visible.

Gul dijo que Meena merece su libertad. Pero no la obtendrá a menos que su madre también lo haga. “¡Dígale eso a Ashraf Ghani!”, dijo.

Mantener a los niños en prisión va contra las normas internacio­nales y la ley afgana, dijo Bashir Ahmad Basharat, de la Red de Acciones para la Protección Infantil, una agencia cuasi gubernamen­tal. “Pero es algo en lo que no tenemos otras alternativ­as”.

Las mujeres y sus hijos comparten 10 celdas relativame­nte grandes, con dos literas dobles cada una y colchones en el piso. Solo el complejo como un todo está cerrado, no las celdas individual­es, por lo que no se siente como una prisión.

Meena se animó hablando de su mejor amiga, Salma, de 10 años. Dijo que jugaban con sus muñecas.

“¿Muñecas?” gritó su madre. “¿Este estúpido está preguntand­o por sus muñecas? A estos extranjero­s sólo les interesan cosas infantiles”.

Cuando llegó el momento de despedirse, Meena estrechó la mano de todos cortésment­e y luego se retiró con Salma.

Gul, que se había calmado para entonces, también dio la mano con amabilidad, su mirada audaz y desafiante. “Dame algo de dinero”, dijo.

 ?? MAURICIO LIMA PARA THE NEW YORK TIMES ?? Shirin Gul puede tener a su hija Meena, de 11 años, en prisión hasta los 18.
MAURICIO LIMA PARA THE NEW YORK TIMES Shirin Gul puede tener a su hija Meena, de 11 años, en prisión hasta los 18.

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