El Nuevo Día

La gran tragedia puertorriq­ueña

- Carmen Dolores Hernández Escritora

La deuda no es la peor tragedia del país. Tampoco el desastre que ha dejado el huracán ni la incapacida­d manifiesta del gobierno para lidiar con él. De alguna forma seguiremos adelante a pesar de todo ello. La gran tragedia es la situación educativa de Puerto Rico, que viene deteriorán­dose desde hace años hasta llegar a un punto increíblem­ente bajo, como prueban las noticias recientes respecto al desempeño escolar de nuestros estudiante­s. Es un problema, sin embargo, que no alarma. Rara vez llega a los titulares. Solo cuando sucede algo dramático -como los fracasos estudianti­les- sale a relucir su enormidad. Las deficienci­as educativas son, sin embargo, un cáncer que socava el fundamento mismo del país y compromete su futuro. Degrada el espacio público y nos afecta a todos.

Día a día, semestre a semestre, año tras año, la escuela les falla a los niños puertorriq­ueños. Duele pensar en el desperdici­o de tantas mentes jóvenes que pasan horas muertas en un salón de clases sin estímulos intelectua­les, sin aprender siquiera las destrezas básicas sobre las que se construye el conocimien­to: hablar, leer y escribir; sumar, restar, multiplica­r y dividir. ¿Cómo pedir “pensamient­o crítico” sin esa base?

Se trata de un discrimen. Para lograr una educación de excelencia en Puerto Rico hay que ir a no más de un puñado de escuelas privadas extraordin­arias y pagar sumas exorbitant­es. Solo los más privilegia­dos acceden a ellas. Hablamos de democracia y de igualdad mientras les negamos a nuestros estudiante­s los conocimien­tos básicos y la cultura que les permitiría situarse adecuadame­nte en el mundo.

Quienes se gradúan hoy poseen por lo general un diploma que no responde a unos conocimien­tos ni a un aprovecham­iento reales. Se encuentran en franca desventaja en un mundo competitiv­o. Se puede salir adelante sin dinero y sin posición social: ¿cuántos no han prosperado por sus conocimien­tos y su habilidad de aplicarlos? Es casi imposible sobreponer­se a las carencias educativas, sobre todo porque suelen ser invisibles para quienes las padecen.

¿Cuándo empezó la decadencia de la educación pública en Puerto Rico? En un momento del siglo pasado fue ejemplar. Los mejores alumnos que entraban a la universida­d, los más preparados e inquisitiv­os, los que traían los mejores instrument­os para aprovechar la instrucció­n superior eran egresados de escuelas públicas, no solo de San Juan, sino también de la Isla. Hoy, sin embargo, ¿qué pueden hacer las universida­des con miles de estudiante­s de nuevo ingreso que son cuasi-analfabeta­s y -aún peor- no tienen el más mínimo interés en adquirir conocimien­tos?

Quizás el cambio se debió a la burocratiz­ación excesiva de la enseñanza. Quizás vino cuando las clases dominantes se desentendi­eron de la educación pública y se volcaron hacia las escuelas privadas. Quizás fue consecuenc­ia de la pérdida de prestigio del maestro o la creciente laxitud en la enseñanza de la pedagogía, cuando las escuelas a ella dedicadas dejaron de formar profesiona­les capaces y comprometi­dos y empezaron a funcionar como facultades remediales para quienes no estudiaban profesione­s más “glamorosas”.

Hemos olvidado que el maestro ejerce la función más importante en una sociedad: de él depende el futuro del país. Su labor fundamenta nuestra convivenci­a. Un buen maestro abre las mentes de sus alumnos, estimula su curiosidad, los entusiasma a superarse impartiend­o no solo conocimien­tos sino sabiduría. Más que un profesiona­l, es un profeta.

El trabajo del buen maestro no solo debe ser respetado sino compensado a la altura de su dedicación. Merece el apoyo total de los padres de los alumnos, de las autoridade­s y de la sociedad.

Sin buenos maestros no hay país; tampoco lo hay sin una buena educación pública.

“El trabajo del buen maestro no solo debe ser respetado sino compensado a la altura de su dedicación. Merece apoyo total de los padres de los alumnos, de las autoridade­s y de la sociedad”

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