El Nuevo Día

¿Privatizar o no privatizar?

- Benjamín Morales Meléndez Periodista

El dilema de la privatizac­ión se ha puesto de moda nuevamente, luego del anuncio del gobernador Ricardo Rosselló en el cual reveló sus intencione­s de poner en venta a la Autoridad de Energía Eléctrica (AEE).

¿Privatizar o no privatizar? La pregunta luce de esas clichosas, con el aire ese impertinen­te de Shakespear­e, pero es un tema gordo, no menor, con el cual hemos lidiado antes y el que tendremos que seguir enfrentand­o de cara al futuro, sobre todo, porque dirige a otra pregunta todavía más incómoda: ¿debemos seguir entregando el poco patrimonio público que nos queda a manos privadas?

Los últimos tres años de mi vida he andado pululando entre dos modelos completame­nte diferentes. Por un lado, está el mundo del capital de Puerto Rico y, por el otro, el socialista de Cuba. Estar en esta dualidad de sistemas, además de volverme loco, me ha permitido poner en contexto y experiment­ar de primera mano lo que funciona y lo que no de ambos mundos.

Privatizar es malo, pero no privatizar también. El extremo es mal consejero cuando se evalúa este tipo de decisiones, por lo que entiendo que sí hay que privatizar ciertas operacione­s, porque nada puede ser absoluto.

El vivo ejemplo de esta teoría es Cuba, que ha entrado en un proceso de alianzas público-privadas para buscar capital que ha permitido al país comenzar a despegar lentamente de un letargo de desarrollo que se extendió por décadas. Así, ver hoteles o proyectos de infraestru­ctura con la participac­ión de capital privado no es inusual en este país y los acuerdos con empresas multinacio­nales tampoco son considerad­os como un pecado capital.

Si un modelo en el extremo izquierdo del abanico ideológico ha comenzado a experiment­ar exitosamen­te con ideas de privatizac­ión, es meritorio decir que la participac­ión privada en los pilares de la actividad económica no es tampoco un concepto provenient­e del infierno.

El problema esencial con la privatizac­ión se complica cuando entramos en el debate que nos lleva al segundo planteamie­nto: ¿debemos seguir entregando el poco patrimonio público que nos queda a manos privadas?

Ahí es que se tranca el bolo. Tras este experiment­o de vida entre dos sistemas me parece que el Estado no debe renunciar jamás a seis deberes fundamenta­les con la población: la seguridad pública, la salud, la educación, los servicios sociales, la integridad de los servicios básicos, y la regulación y fomento de la actividad económica.

El meollo del asunto está en que en Puerto Rico hemos tenido muy malas experienci­as con la privatizac­ión en las áreas de salud, educación, servicios sociales y los servicios básicos. Esas malas experienci­as opacan otras no tan negativas y ponen en tela de juicio las motivacion­es para entregar la AEE a manos privadas.

Con la energía eléctrica no puede ocurrir, por ejemplo, lo que pasó con el sistema de telecomuni­caciones o con el sistema de hospitales tras el paso de María. Aquí el gobierno se vio impotente para garantizar el bienestar común, porque está incapacita­do de obligar a entes privados a tomar acción, ya que a ellos les cobija la libertad de empresa. Esta gente reaccionó a su ritmo, dentro de sus intereses, poniendo en peligro la seguridad colectiva, lo cual no puede repetirse.

Claro, María también puso a prueba que el modelo absoluto de capital público en los servicios básicos también es todo un peligro, como pasó con la AEE. Entonces, ¿qué hacer? Creo que la AEE debe ser privatizad­a, pero no en su totalidad. El gobierno debe mantener intereses en esa operación de alguna forma y garantizar la integridad de ese servicio esencial, sea reteniendo una parte de la empresa o negociando condicione­s que garanticen el bienestar común.

No debe, bajo ningún concepto, ser un cheque en blanco y mucho menos la garantía de monopolios o duopolios que acabarán por agravar la situación, en lugar de mejorarla. Hay que hacer, en pocas palabras, un buen negocio, y lo más que me asusta es que no hemos hecho un buen trato en mucho tiempo, por lo que podríamos cometer el pecado de regalar nuestro patrimonio una vez más, y esa sería una desgracia.

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