Silencio: se ha cerrado un libro
La novelista y columnista recuerda la calidad humana de Elizardo Martínez, virtud que hace aún más dolorosa la partida para quienes le conocieron
Concitar el cariño de todo el que lo conoce a uno, por encima de personalidades, convicciones políticas y maneras de vivir, es como escalar es como escalar el Everest en cualquier sociedad, y más en una como ésta, donde se multiplican las parcelas ideológicas y las fincas de la desconfianza.
Pero Elizardo Martínez, el brillante editor que murió el domingo en San Juan, logró ese espectacular milagro: que lo quisiera todo el mundo; levantar hasta el mínimo ápice de ternura en la gente, y que lo consideraran un santo patrón de la palabra y del trato con sus semejantes.
Contra viento y marea, durante años de lucha y pasión incansable por la literatura, se dedicó a publicar, en Ediciones Callejón (el sello que no hubiera existido sin su inteligencia), a decenas de novelistas, poetas, ensayistas, dramaturgos, politólogos, científicos, y cualquier otro al que le echara el ojo, que es como decir, al que le pusiera fe.
Leía manuscritos buenos y malos con el mismo tesón. Todos los que pasábamos por su casa de la calle Norzagaray, camino al Morro, esperábamos encontrarlo allí, de buena mañana, sentado al fresco que le llegaba del océano, leyendo un libro.
Nunca rehuyó el compromiso político —su compromiso con la independencia— siendo el más conciliador y entusiasta en cualquier circunstancia. Fue aguerrido cuando tuvo que serlo, durante aquella década pavorosa de los 70, al lado de los independentistas víctimas de la represión, y de los jóvenes cubanos que intentaron darle una dimensión diferente a las relaciones con la tierra de sus padres. Era un anfibio a carta cabal, entre una isla y otra.
Nacido en el seno de una familia acomodada, pocos sabían que era el sobrino predilecto de la Prima Ballerina Alicia Alonso, más que sobrino un hijo por el que se desvivía. Elizardo nunca presumió de eso, ni de nada. Desdeñaba los lujos, no le interesaba vestir ninguna prenda cara, ni la comida de firma, ni los tragos de alcurnia. Hasta se burlaba un poco de su extracción social. Cuando me llamaba y no me conseguía, me dejaba un mensaje: “Cubana, es Elizardito de El Vedado, llámame”.
Puedo decir que solo he conocido a dos seres a los que nunca oí hablar mal de nadie —protestar sí, pero eso es otra cosa—, y esos dos seres fueron el pianista Narciso Figueroa, y el editor Elizardo Martínez. En el caso de Elizardo, no solo nunca le escuché un comentario amargo, estridente, ni remotamente ofensivo contra otro, sino que cuando su interlocutor —en este caso yo, debo admitirlo— hacía algún reproche fuerte de un tercero, terminaba convenciéndole de que estaba equivocado, y el aludido tenía tales o cuales virtudes. Solía poner un muro al comentario agrio; una distancia que detenía la maledicencia o la insinuación. Quizá por eso se hizo querer tanto.
La última vez que hablamos, aun sabiendo que estaba herido de muerte, no lo dejó entrever. Más bien, lo contrario. Después de comentar los libros que habíamos leído, como casi siempre, me habló de su familia, por la que sentía absoluta devoción, y me preguntó por la mía.
Ayer, tratando de explicarle al gran poeta cubano Roberto Fernández Retamar, lo sorpresivo de la muerte de Elizardo, su editor en Puerto Rico, le dije:
“No avisó a los amigos de que estaba enfermo. No sabía estar triste”.
Nosotros, que no somos por desgracia iguales, sabremos hundirnos en la desolación.
Su ausencia es la de un libro amado que se cierra. Por favor, silencio.