Un proceso electoral que divide más a Venezuela
Las recientes elecciones presidenciales en Venezuela, aun cuando desde el primer momento carecían de suficiente legitimidad, han aportado otro elemento mucho más peligroso al torturado panorama social de ese país, que es el de ahondar las grandes divisiones internas y estresar el diálogo internacional.
Fueron denodados los esfuerzos de Nicolás Maduro por convocar al mayor número posible de votantes, apelando, o bien al sentimiento cívico de los venezolanos (conocidos por su tradicional alto nivel de apoyo electoral), o bien a la amenaza de un incremento en la violencia, si la gente no votaba.
No obstante, las elecciones del domingo estuvieron marcadas por la abstención de más de la mitad de los ciudadanos aptos para el sufragio.
Dicha abstención en ningún modo puede interpretarse como desinterés. Los principales partidos de la oposición, agrupados en torno al llamado Frente Amplio, habían pedido a sus seguidores que no fueran a votar. Como resultado, ha habido una respuesta política fuerte, opositora, de esa parte del electorado. De los casi veinte millones de potenciales votantes, más de diez millones habrían transmitido su oposición a las políticas de Maduro, mediante el gesto de no acudir a los colegios. Ello fue evidente por la escasa y espaciada afluencia de electores, según constataron observadores y periodistas.
Maduro ganaba, como era de esperar, con más de cinco millones y medio de votos. Mientras, su opositor, Henri Falcón, quién atribuyó irregularidades al proceso, obtuvo casi dos millones.
Falcón, del partido Avanzada Progresista, había advertido que, aunque entendía las preocupaciones del resto de la oposición, se negaba a competir en unas elecciones opacas. Consideraba que los boicots electorales casi nunca funcionaban y que optaba por participar, aunque fuera con las reglas injustas que imponía Maduro, porque su presencia, lejos de legitimar las arbitrariedades del gobierno chavista, demostraba firmeza.
Las diferencias tácticas de la oposición marcaron —y posiblemente afectaron— la formulación de una respuesta contundente de insatisfacción hacia las políticas y el rumbo errático que ha tomado el gobierno de Venezuela.
Si los dos millones de votantes que favorecieron a Falcón se hubieran abstenido, la ausencia de votos habría sido simplemente escandalosa. Si por el contrario, las casi diez millones de abstenciones se hubiesen transmutado en votos, el triunfo abrumador de la oposición difícilmente hubiera podido ser acallado con patrañas electoreras.
Por eso estos comicios presidenciales en Venezuela se proyectan como una formidable lección histórica para la oposición, no por lo que pasó, sino por lo que dejó pasar.
Lejos de mitigar el caos, los días en Venezuela siguen siendo inciertos y se acrecientan las tensiones internas y regionales. Varios países latinoamericanos, al igual que los Estados Unidos, han anunciado que no reconocerán la reelección de Nicolás Maduro, que con su ventaja electoral se ha proclamado presidente hasta el año 2025. El alcance de lo ocurrido ya empieza a dar muestras de cierta ebullición global, con el llamado enérgico de China a que se respeten los resultados que han dado el triunfo a Maduro.
Hay que tomar en cuenta también que otros dos países claves en el ámbito latinoamericano se aprestan a celebrar elecciones presidenciales en breve: Colombia, el próximo domingo 27 de mayo, y México, el 1 de julio. En los dos escenarios, y dependiendo de los resultados, se anticipan repercusiones decisivas para el porvenir de la región.
Puerto Rico, que enfrenta grandes retos socioeconómicos y aspira a diversificar su presencia como enclave idóneo para la mediación y la inversión, deberá estar atento a estos componentes regionales y al fino ajedrez geopolítico que determinará el porvenir del continente.
Un porvenir que, como si fuera poco, tiene como protagonista a un pueblo noble y parecido al nuestro, como lo es el venezolano. A su lado estamos en este delicado momento.