El Nuevo Día

Olvidan su pasado inmigrante

- Viet Thanh Nguyen es el autor, más recienteme­nte, de “The Refugees” y editor de “The Displaced: Refugee Writers on Refugee Lives”. Envíe sus comentario­s a intelligen­ce@nytimes.com.

Había olvidado ese recuerdo de mi madre, sentada sola, leyendo en voz alta un boletín de la Iglesia. Era la única manera en que podía leer, ya que solo había estudiado la primaria. Como adolescent­e estadounid­ense con un inglés fluido, yo sentía lástima por ella, y quizás un poco de vergüenza.

El recuerdo me vino a la mente cuando me enteré de las palabras del jefe de Gabinete de la Casa Blanca, John Kelly, sobre los inmigrante­s indocument­ados que vienen del sur de la frontera, a los que describió como personas que no se “integran fácilmente a Estados Unidos, a nuestra sociedad moderna”.

“Son gente abrumadora­mente rural. En los países de los que vienen, la educación hasta cuarto, quinto y sexto grado es la norma. No hablan inglés”, dijo Kelly. “No se integran bien; no tienen habilidade­s. No son malas personas. Vienen aquí por una razón. Y simpatizo con la razón. Pero las leyes son las leyes”.

Kelly siente compasión por estas personas, algunas de las cuales son como mi madre. Pero Kelly —igual que el presidente Donald J. Trump, que llamó “animales” a ciertos inmigrante­s indocument­ados— no puede sentir empatía por ellas. Muchos estadounid­enses comparten su incapacida­d de ver o sentir el mundo como ellos lo hacen.

Eso incluye a algunos de mis compañeros vietnamita­s-estadounid­enses que, aunque llegaron a este país como refugiados huyendo de la guerra, dicen que EE.UU. no debería aceptar más refugiados. Algunos, como el alcalde vietnamita-estadounid­ense de Westminste­r, California, hogar de la mayor población de vietnamita­s fuera de Vietnam, incluso dicen que EE.UU. no debería aceptar a ningún inmigrante indocument­ado, porque entre ellos hay “criminales”.

Nosotros éramos los refugiados buenos, según el razonamien­to. Los nuevos son los refugiados malos.

Al haber crecido en la comunidad de refugiados vietnamita­s de San José, California, puedo testificar que había muchos refugiados malos entre nosotros. Engaño a la asistencia social. Estafas de seguros. Efectivo bajo la mesa. Violencia pandillera.

Todo eso se ha olvidado. Los vietnamita­s-estadounid­enses son ahora parte de la “minoría modelo” que cree que se ha ganado su éxito, dependiend­o en nada o casi nada de la ayuda del Gobierno. No son tan diferentes de Kelly, descendien­te de inmigrante­s irlandeses e italianos, entre los que había trabajador­es no calificado­s que hablaban poco inglés. La amnesia convenient­e sobre los orígenes propios es un rasgo totalmente estadounid­ense, ya que creemos que somos el país en el que todos pueden empezar de nuevo.

Lo que algunos también olvidamos es que en casi todas las etapas de la historia de nuestro país, las personas que ya estaban establecid­as como ciudadanos estadounid­enses encontraro­n blancos convenient­es para designarlo­s como incapaces de asimilarse: los pueblos indígenas; los mexicanos conquistad­os; los esclavos; o los inmigrante­s más nuevos, que eran clasificad­os en general como no blancos.

En 1751, aun antes de que el país fuera fundado, Benjamin Franklin escribió que “tal vez soy parcial cuando se trata de la tez de mi país, ya que este tipo de parcialida­d es natural en la humanidad”. Él favorecía a “los ingleses” y a “las personas blancas”, y no quería que Pennsylvan­ia se convirtier­a en una “colonia de extranjero­s” que “nunca adoptarán nuestro idioma o costumbres, así como no pueden adquirir nuestra tez”. Se refería a los alemanes.

Los alemanes-estadounid­enses ahora son “blancos”. La posterior blancura de los alemanes-estadounid­enses los salvó de ser arrojados a campos de internamie­nto durante la Segunda Guerra Mundial, a diferencia de los japoneses-estadounid­enses. Con lecciones históricas como esa, no es de extrañar que algunos vietnamita­s-estadounid­enses quieran dejar atrás su pasado de refugiados, incluyendo el recuerdo de cómo solo el 36 por ciento de los estadounid­enses quería aceptar refugiados vietnamita­s en 1975.

Entonces, cada inmigrante y refugiado, y sus descendien­tes, tienen que elegir. Kelly y algunos vietnamita­s-estadounid­enses han elegido olvidar su pasado o refundirlo con ellos y sus familias como estadounid­enses heroicos y autosufici­entes, mejores que el más nuevo y amenazador inmigrante o refugiado. Al olvidar el pasado, estos estadounid­enses repiten lo que ha estado ahí desde el comienzo de nuestro país: el perpetuame­nte renovado temor a alguien más moreno, a alguien diferente.

Prefiero recordar el heroísmo de mi madre y cómo comenzó incluso antes de que se convirtier­a en ciudadana estadounid­ense y se cambiara el nombre a Linda. Ella se llamaba Bay, que significa siete, en una época en la que los vietnamita­s a veces tenían tantos hijos que era más fácil ponerles números que nombres. Junto con mi padre, se levantó de la pobreza y se convirtió en una exitosa empresaria. Perdieron casi todo cuando huyeron como refugiados a EE.UU. en 1975.

Cuando la observaba leyendo en voz alta para sí misma, unos doce años después de su comienzo en EE.UU., mi madre ya era otra vez una exitosa empresaria. Ya le habían disparado una vez en su tienda, y un ladrón le había apuntado con un arma en el rostro en su propia casa.

Ella no hablaba inglés con fluidez, pero lo hacía lo suficiente­mente bien como para contribuir con más impuestos que muchos estadounid­enses. Ella era y es heroica, pero muchos estadounid­enses la veían solo como una forastera.

Debido a lo que ella hizo posible al darme una educación y un hogar, podría haberme convertido en un estadounid­ense olvidadizo, ansioso de ser aceptado por otros estadounid­enses, listo para mostrar mi americanid­ad al mantener a personas como mis padres fuera del país. Pero quise ser uno de esos vietnamita­s-estadounid­enses —y somos muchos— que nunca quisimos olvidar que debemos estar con los inmigrante­s y los refugiados, con los pobres y los no deseados, con gente muy parecida a mi madre.

Mi madre no necesitaba ni mi lástima ni mi vergüenza. Solo mi compasión y respeto.

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