Crímenes ordinarios
En lo que va a ser relatado a continuación, no se ve nada a simple vista que parezca extraordinario. Hay un protagonista, al que conocemos como Alejandro González Jiménez, nombre y apellidos que, sabemos, son aquí bastante comunes. Su caso fue visto, como muchos otros, en el Tribunal de Utuado. Allí, a Alejandro se le imputaron dos delitos: agresión menos grave y portación ilegal de un arma blanca, delitos que desgraciadamente se cometen todos los días en este país.
Sus alegadas víctimas fueron sus propios padres, quienes dijeron a las autoridades que Alejandro los había agredido con un palo de escoba, con una lima y un tenedor, cosa esta muy triste que también es harto común aquí, la de hijos agrediendo a sus propios padres.
Cuando esto pasó, en el 2013, Alejandro tenía 31 años. Pero tiene mucho de niño, pues padece de discapacidad intelectual permanente. Esto último tampoco es inusual; en el 2013 (el mismo año en que empezó la trama que involucra a Alejandro), la Oficina del Censo de Estados Unidos estimó que, en Puerto Rico, vivían cerca de 200,000 personas con dificultades cognoscitivas como lo es la discapacidad intelectual.
Lo que viene después debía ser extraordinario, pero trágicamente tampoco lo es. También pasa todos los días.
Alejandro fue arrestado, acusado y encarcelado como cualquier otro sospechoso de un crimen, a pesar de su condición mental. Fue encarcelado y después llevado a un hospital de siquiatría forense, donde estuvo encerrado desde el 19 de junio de 2013 hasta que el Tribunal de Apelaciones ordenó su libe-
“Estas cosas deberían indignarnos a todos, pero muy pocos se inmutan”
ración semanas recientes. De haber sido enjuiciado por los delitos que se le imputaron, jamás habría estado tanto tiempo preso. Cumplió más cárcel que alguno de los encorbatados que le han robado el vivir a este pueblo.
Desde el 1 de diciembre de 2014, se sabía oficialmente a nivel del sistema judicial que padecía de una discapacidad intelectual permanente y que nunca iba a poder enfrentar juicio.
Jurisprudencia establecida por el Tribunal Supremo de Estados Unidos en 1972 dice que, desde ese mismo momento, debieron archivársele los cargos y ser puesto en manos del Departamento de Salud, que es el encargado del manejo de discapacitados intelectuales.
En cambio, pasó tres años y pico más encerrado en siquiatría forense, que se supone sea para tratar temporalmente a acusados afectados de sus facultades mentales, y determinar si en algún momento podrán ir a juicio o si están permanentemente incapacitados. Hoy, el 90% de los que ocupan las 233 camas en los dos hospitales de siquiatría forense que hay en Puerto Rico son personas, como Alejandro, permanentemente incapacitadas para ser enjuiciadas y que estarán ahí “hasta que mueran”, indicó durante estos días la jefa de la Administración de Servicios de Salud Mental y Contra la Adicción (Assmca), Suzanne Roig, al parecer, sin percatarse de que esa práctica viola la jurisprudencia federal establecida en el caso de 1972, conocido como Jackson vs. Indiana.
Pero como en este país nadie responde por nada, pasaron inadvertidas las palabras de Roig.
Casos como el de Alejandro no son inusuales: personas con problemas mentales protagonizan alguna trifulca familiar, llega la Policía, se lo lleva y el sistema penal los engulle hasta que al cabo de años, a veces, si hay suerte, si la providencia o quien sea se apiadan, con los limitados recursos que tiene el mismo Estado para lidiar con problemas como este, reciben, quizás, la atención que necesitan, la atención que de haber tenido desde el principio, quizás, habría evitado los incidentes que los llevaron a la cárcel.
Esta semana, supimos de Walter Antonetty, quien tiene retraso mental, se dio unas cervezas de más en una reunión familiar, se puso guapo con la mamá y los hermanos, la mamá amenazó con llamar la Policía, él la desafió a que la llamara acostándose en medio de la calle, y ella cumplió su amenaza.
Walter lleva hoy más de once meses preso, esperando que Assmca pueda atenderlo. Según la madre, ha perdido 40 libras de peso.
Supimos de los hermanos de Luis Eduardo y Miguel Orlando Sosa Negrón, de Villalba, a quienes el papá denunció por agresión, según su abogada, para lograr que fueran atendidos. Supimos de Greiton Santiago, de San Germán, quien estuvo preso desde agosto del 2016 hasta esta semana, cuando un juez, habiendo leído del problema en este periódico, obligó a Assmca a que le diera atención. Y supimos también de Mark Duaine, un deambulante afectado de sus facultades mentales de Mayagüez, que vio un carro con las llaves puestas, se montó y lo guió unas cuantas cuadras, razón por la cual lleva un año preso.
Y supimos también de Yanira Román, quien estuvo presa desde mayo de 2015 hasta que esta semana, habiendo leído de su caso en este periódico, Salud, de repente, se acordó de su deber ministerial de atenderla.
Hace un año, Puerto Rico se estremeció cuando supo de “Luisito, el bebé”, un discapacitado intelectual severo de Barceloneta que llevaba, en el momento en que se reportó su caso, dos meses preso por presuntamente haber agredido con una escoba a su madre, a pesar de que no sabía ni la hora en que vivía. Un par de días después que se supiera su caso, Luisito estaba bajo el cuidado de Salud. Pues sepan: hay muchos más “Luisito, el bebé” en las cárceles. No se sabe exactamente cuántos, pero calculen: la semana pasada, los dos hospitales de siquiatría forense tenían una lista de espera de 188. Se trata, pues, de 188 seres humanos que necesitan servicios de salud mental, y la mayoría de ellos llevan meses, a veces años, en las cárceles, deteriorándose mientras aparece un espacio en los hospitales de Assmca.
Esto es un crimen contra uno de los sectores más vulnerables de cualquier sociedad. Un crimen viejo, que lleva cometiéndose y siendo denunciado por años, sin nadie que parezca que le importe. Llueve dinero para publicistas, para cabilderos, para bufetes locales y extranjeros y para fabricantes de crepas, pero para esto no.
Es un crimen contra los pobres, porque casi siempre se trata de gente sin recursos, poco educada, sin acceso a los servicios de salud mental que aliviarían estas vidas. Por ejemplo, el loquito del barrio que en un momento amenazó con tumbarle la puerta a sus padres si no le compraban cigarrillos (Wilfredo Pérez Álvarez, de 62 años, de Utuado) pasa meses preso, pero el publicista bien conectado que mató a un padre y a su hijo guiando borracho (Edgardo Palerm) logró que un gobernador del Estado Libre Asociado (Alejandro García Padilla) se sentara en la sala de su casa a explicarle por qué no merecía pasar un día tras las rejas, y lo convenció.
Estas cosas deberían indignarnos a todos, pero muy pocos se inmutan.