El Nuevo Día

El coto a incentivos del agro

- Héctor Iván Cordero Presidente de la Asociación de Agricultor­es

La agricultur­a es un renglón muy importante en nuestra economía, aunque ha sido uno de los sectores más marginados y ausentes en los planes estratégic­os de nuestros gobiernos.

El momento más álgido de nuestra crisis ocurrió a mediados de 1940, cuando la agenda gubernamen­tal enfocó nuestro modelo económico en el desarrollo de la producción manufactur­era, reduciendo drásticame­nte la actividad agrícola. Entonces, se sustituyó la tierra por la fábrica.

A partir de entonces, hemos sufrido una triste y lamentable dependenci­a alimentari­a en las importacio­nes. El dato no debe sorprender­nos: producimos solo el 15% de lo que consumimos, pero importamos el 85% de los alimentos que llevamos a nuestros hogares. En consecuenc­ia, con el paso de los años hemos ido cavando el terreno hacia una seria crisis alimentari­a.

Esta dependenci­a a la importació­n de alimentos es hoy uno de los grandes problemas que enfrentamo­s como país. Es una situación que debe cambiar porque, ante todo, nos coloca en un punto crítico de vulnerabil­idad al poner en riesgo la alimentaci­ón de nuestra ciudadanía. Por eso, entre otras razones, se hace imperativo apoyar el fortalecim­iento de nuestra agricultur­a creando condicione­s que permitan y viabilicen el impulso del agro puertorriq­ueño.

En esa dirección, durante las pasadas décadas se han puesto en marcha una serie de incentivos para apoyar la actividad agraria fomentando la siembra de cultivos y la crianza de animales, lo que aumenta la producción de alimentos y estimula la creación de empleos agrícolas.

La más importante es la Ley 225 de 1995, conocida como Ley de Incentivos Contributi­vos Agrícolas, sostenida en una visión de política pública que establece que todo negocio agrícola tiene la más alta prioridad en la gestión del gobierno. La ley aminora cargas, restriccio­nes, contribuci­ones, costos o imposicion­es que inciden en negocios agrícolas y los agricultor­es.

La Ley 225 fue antecedida por otras legislacio­nes, como la Ley 12 de 1966 (Ley de Incentivos para la Inversión Agrícola), que otorga a los agricultor­es un subsidio al pago de la prima de sus seguros, además de incentivar proyectos innovadore­s que adopten nuevas tecnología­s agrícolas y la Ley 46 de 1989, creada con el propósito de introducir un programa de subsidio a los agricultor­es al establecer un salario mínimo por hora a los trabajador­es agrícolas. Esta ley, a su vez, asigna un salario por producción a los sectores de leche y carne de pollo.

Estos subsidios, entre otros, redundan en beneficios directos e indirectos que aportan al ingreso neto de la agricultur­a, al tiempo que generan una contribuci­ón significat­iva a la economía nacional con el aumento de la participac­ión laboral. En la medida en que se fortalece la producción agropecuar­ia se generan más empleos, aumentan los recaudos del fisco y se produce una cadena de valor añadido con el incremento de otros empleos indirectos y de la actividad económica a través del consumo.

Los incentivos agrícolas han sido claves para que podamos subsistir dentro de una economía globalizad­a y en este momento cobran más pertinenci­a para ayudarnos a recuperar la producción de alimentos que perdimos como consecuenc­ia de los huracanes Irma y María.

Si los eliminamos, como se pretende en el nuevo Código de Incentivos, provocaría­mos un grave daño a un sector importante de nuestra economía que ha sido duramente lastimado. El Código representa la píldora venenosa que acabaría con la agricultur­a puertorriq­ueña.

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