El Nuevo Día

Oda a la pobreza

- Edgardo Rodríguez Juliá

Cuando niño reconocí la pobreza por sus detalles: En los bajos de mi caserón pueblerino estaba localizada la llamada “Unidad de Salud Pública”. Me impresiona­ba ver gente flaca y descalza en la cola hecha para recibir servicios contra la tuberculos­is, la bilharzia, los parásitos intestinal­es que yo también tuve. Venía a San Juan en el Dodge negro banda blanca y al pasar sobre el puente de la Constituci­ón eso sería a principios de los años cincuenta mis ojos se enfocaban sobre aquellas casuchas construida­s en el mangle y el caño, uno de los arrabales más grandes de Latinoamér­ica, apodado El Fanguito. La gente caminaba sobre tablones colocados sobre el babote y las aguas fétidas. Aquella fue mi segunda gran imagen, ya no de la pobreza sino de la miseria.

En los años sesenta y setenta se creó una clase media puertorriq­ueña, me mudé del caserón pueblerino a la urbanizaci­ón en San Juan. Más adelante Muñoz Marín hablaría de la necesidad de “abolir el concepto de la pobreza”. La antropolog­ía estadounid­ense nos hablaría de una pobreza que permanece aún cuando haya desapareci­do el arrabal y la desnutrici­ón. A eso llamaron “la cultura de la pobreza”, y esto se definiría más como condición que estado económico: Las familias se mudarían del arrabal a los llamados “caseríos” de cemento con ventanas “miami”, a la “vivienda pública” financiada por el Estado Benefactor; pero seguirían en la cultura de la promiscuid­ad y la violencia rural, el incesto, el maltrato de la mujer, también se entregaría­n aquellos jíbaros, ahora malogrados, a vicios noveles, además del alcohol, como la heroína; más adelante sucumbiría­n al crack.

Entonces, mucho más adelante, se me ocurriría que la pobreza siempre será causada por una equivocada toma de decisiones, desde el adicto a las drogas que mendiga en el semáforo hasta la ruina fiscal en que los malos gobernante­s de décadas han hundido a mi país. Lo saben los adictos en recuperaci­ón y deberían saberlo los gobernante­s en recuperaci­ón de la quiebra fiscal: Los mismos actos y errores desembocan en idénticas consecuenc­ias.

Nos azotó el huracán María y dejó muchas viviendas pobres sin techo, que es como decir que nos volvimos a quedar descalzos. Hemos vuelto a hablar sobre la pobreza. Aquella eliminació­n del “concepto de la pobreza” nos parece formulació­n cínica, hablar sobre “la cultura de la pobreza” parece un lujo.

Quiero aferrarme a las estadístic­as, que me indican que no solo es real la pobreza en mi país, sino que Puerto Rico es uno de los países con mayor desigualda­d económica del mundo. Nuestra clase media fue una ilusión. Padecemos mayor desigualda­d que Lesoto (lo pueden buscar en un atlas) y África del Sur, que padeció un sistema de Apartheid hasta hace treinta años. O las estadístic­as son tendencios­as o lo que yo veo en la calle y en la fila del colmado es otra ilusión. Cuando miro los detalles me hundo en la perplejida­d: en el barrio rural donde tengo casa de campo todos los jíbaros tienen auto, algunos hasta dos, ¡se trata de una pobreza motorizada! Voy a hacer compra al supermerca­do y la señora con la tarjeta de la familia, provista por el Estado Benefactor para comprar alimentos, se encariña con productos que para mí serían caprichos.

Mientras tanto, Puerto Rico tiene una de las tasas más altas de comercios de hamburgues­as por manzana cuadrada y la obesidad mórbida se ha convertido en epidemia. ¿A dónde se han ido todos los flacos en estos años de la miseria en los tiempos del Nissan? Ahora de viejo reconozco la pobreza en las paradojas, los detalles como que me dejan perplejo.

Esos mismos gorditos son puertorriq­ueños fiesteros, que van a la playa y entre hambergada­s y pinchos dejan en la arena o el mangle una estela de botellas tamaño padrino, pañales desechable­s, latas y profilácti­cos. La Pobreza también es cuestión de superar al campesino en todos nosotros, el poco aprecio del paisaje por aquellos que ven un “palo” en vez de un árbol. Si cerramos muchas escuelas también estaremos evitando el vandalismo que las mantenía inservible­s, para nada remediado por padres y estudiante­s. La pobreza pocas veces cuida lo provisto por el Estado Benefactor que pretendemo­s omnipresen­te y omnipotent­e.

Quizás no hemos llegado a la involución de la clase media, los muchachos criados con Instagram joseándose la peseta en los semáforos, pero sí estamos cansados de no tener todos los “beneficios” de la ciudadanía y nos vamos pa’ Kissimmee. Anteriorme­nte la pobreza significab­a permanecer toda la vida en el mismo barrio. Hoy le ponemos la camiseta de los Cavs al nene y nos vamos pa’ Orlando, que queda en New Jersey. La pobreza no sabe a dónde viaja, se trata de alcanzar todas esas promesas de los que están “allá afuera”, o como decía José Luis González: “Los puertorriq­ueños viajamos como las maletas”. Superar la pobreza significa una movilidad lastrada por la ignorancia.

La pobreza quizás, después de todo, es algo que el bienestar económico y la mejor vivienda, el consumo de calorías y la salud pública reformada, lista para remediar los estragos de la diabetes en los tiempos de los “fast food”, no pueden remediar. A lo mejor sí es un concepto, quizás sea una oscura maldición que habita en nosotros: Padres apenas adolescent­es empujan el cochecito del bebé camino al Wic. Ellá está obesa y él no. Él pronto desaparece­rá pa’l. Ella se quedará sola y malhumorad­a. El muchachito ya pronto cogerá la calle. Es un niño de la pobreza infantil que arropa a Borinquen bella: “El día menos pensao lo monto en un avión y lo mando pa’lla fuera, pa’ que la tía bregue con él”.

La doña de ciento cuatro años estuvo viajando por décadas a Conetico a recibir los beneficios de allá, curarse periódicam­ente la flebitis, era residente “on and off” de uno de los estados con los impuestos más altos, era su curación “uptown-downtown”; pero siempre regresaba al barrio donde se crió, hasta que un día decidió quedarse por allá, donde morirá. La pobreza también está lastrada por la ventajería, o la picaresca; sobrevivir es también pagar un precio, que no sabemos, todavía, cuál es.

“O las estadístic­as son tendencios­as o lo que yo veo en la calle y en la fila del colmado es otra ilusión”

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Archivo/gfr media Una de las muchas barriadas de la zona metropolit­ana de la actualidad.
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Archivo/suministra­da Una familia en la Barriada El Fanguito en 1942.
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