Oda a la pobreza
Cuando niño reconocí la pobreza por sus detalles: En los bajos de mi caserón pueblerino estaba localizada la llamada “Unidad de Salud Pública”. Me impresionaba ver gente flaca y descalza en la cola hecha para recibir servicios contra la tuberculosis, la bilharzia, los parásitos intestinales que yo también tuve. Venía a San Juan en el Dodge negro banda blanca y al pasar sobre el puente de la Constitución eso sería a principios de los años cincuenta mis ojos se enfocaban sobre aquellas casuchas construidas en el mangle y el caño, uno de los arrabales más grandes de Latinoamérica, apodado El Fanguito. La gente caminaba sobre tablones colocados sobre el babote y las aguas fétidas. Aquella fue mi segunda gran imagen, ya no de la pobreza sino de la miseria.
En los años sesenta y setenta se creó una clase media puertorriqueña, me mudé del caserón pueblerino a la urbanización en San Juan. Más adelante Muñoz Marín hablaría de la necesidad de “abolir el concepto de la pobreza”. La antropología estadounidense nos hablaría de una pobreza que permanece aún cuando haya desaparecido el arrabal y la desnutrición. A eso llamaron “la cultura de la pobreza”, y esto se definiría más como condición que estado económico: Las familias se mudarían del arrabal a los llamados “caseríos” de cemento con ventanas “miami”, a la “vivienda pública” financiada por el Estado Benefactor; pero seguirían en la cultura de la promiscuidad y la violencia rural, el incesto, el maltrato de la mujer, también se entregarían aquellos jíbaros, ahora malogrados, a vicios noveles, además del alcohol, como la heroína; más adelante sucumbirían al crack.
Entonces, mucho más adelante, se me ocurriría que la pobreza siempre será causada por una equivocada toma de decisiones, desde el adicto a las drogas que mendiga en el semáforo hasta la ruina fiscal en que los malos gobernantes de décadas han hundido a mi país. Lo saben los adictos en recuperación y deberían saberlo los gobernantes en recuperación de la quiebra fiscal: Los mismos actos y errores desembocan en idénticas consecuencias.
Nos azotó el huracán María y dejó muchas viviendas pobres sin techo, que es como decir que nos volvimos a quedar descalzos. Hemos vuelto a hablar sobre la pobreza. Aquella eliminación del “concepto de la pobreza” nos parece formulación cínica, hablar sobre “la cultura de la pobreza” parece un lujo.
Quiero aferrarme a las estadísticas, que me indican que no solo es real la pobreza en mi país, sino que Puerto Rico es uno de los países con mayor desigualdad económica del mundo. Nuestra clase media fue una ilusión. Padecemos mayor desigualdad que Lesoto (lo pueden buscar en un atlas) y África del Sur, que padeció un sistema de Apartheid hasta hace treinta años. O las estadísticas son tendenciosas o lo que yo veo en la calle y en la fila del colmado es otra ilusión. Cuando miro los detalles me hundo en la perplejidad: en el barrio rural donde tengo casa de campo todos los jíbaros tienen auto, algunos hasta dos, ¡se trata de una pobreza motorizada! Voy a hacer compra al supermercado y la señora con la tarjeta de la familia, provista por el Estado Benefactor para comprar alimentos, se encariña con productos que para mí serían caprichos.
Mientras tanto, Puerto Rico tiene una de las tasas más altas de comercios de hamburguesas por manzana cuadrada y la obesidad mórbida se ha convertido en epidemia. ¿A dónde se han ido todos los flacos en estos años de la miseria en los tiempos del Nissan? Ahora de viejo reconozco la pobreza en las paradojas, los detalles como que me dejan perplejo.
Esos mismos gorditos son puertorriqueños fiesteros, que van a la playa y entre hambergadas y pinchos dejan en la arena o el mangle una estela de botellas tamaño padrino, pañales desechables, latas y profilácticos. La Pobreza también es cuestión de superar al campesino en todos nosotros, el poco aprecio del paisaje por aquellos que ven un “palo” en vez de un árbol. Si cerramos muchas escuelas también estaremos evitando el vandalismo que las mantenía inservibles, para nada remediado por padres y estudiantes. La pobreza pocas veces cuida lo provisto por el Estado Benefactor que pretendemos omnipresente y omnipotente.
Quizás no hemos llegado a la involución de la clase media, los muchachos criados con Instagram joseándose la peseta en los semáforos, pero sí estamos cansados de no tener todos los “beneficios” de la ciudadanía y nos vamos pa’ Kissimmee. Anteriormente la pobreza significaba permanecer toda la vida en el mismo barrio. Hoy le ponemos la camiseta de los Cavs al nene y nos vamos pa’ Orlando, que queda en New Jersey. La pobreza no sabe a dónde viaja, se trata de alcanzar todas esas promesas de los que están “allá afuera”, o como decía José Luis González: “Los puertorriqueños viajamos como las maletas”. Superar la pobreza significa una movilidad lastrada por la ignorancia.
La pobreza quizás, después de todo, es algo que el bienestar económico y la mejor vivienda, el consumo de calorías y la salud pública reformada, lista para remediar los estragos de la diabetes en los tiempos de los “fast food”, no pueden remediar. A lo mejor sí es un concepto, quizás sea una oscura maldición que habita en nosotros: Padres apenas adolescentes empujan el cochecito del bebé camino al Wic. Ellá está obesa y él no. Él pronto desaparecerá pa’l. Ella se quedará sola y malhumorada. El muchachito ya pronto cogerá la calle. Es un niño de la pobreza infantil que arropa a Borinquen bella: “El día menos pensao lo monto en un avión y lo mando pa’lla fuera, pa’ que la tía bregue con él”.
La doña de ciento cuatro años estuvo viajando por décadas a Conetico a recibir los beneficios de allá, curarse periódicamente la flebitis, era residente “on and off” de uno de los estados con los impuestos más altos, era su curación “uptown-downtown”; pero siempre regresaba al barrio donde se crió, hasta que un día decidió quedarse por allá, donde morirá. La pobreza también está lastrada por la ventajería, o la picaresca; sobrevivir es también pagar un precio, que no sabemos, todavía, cuál es.
“O las estadísticas son tendenciosas o lo que yo veo en la calle y en la fila del colmado es otra ilusión”