El Nuevo Día

Crónica de lo febril

- Benjamín Torres Gotay Las cosas por su nombre , benjamin.torres@gfrmedia.com x Twitter.com/TorresGota­y

La trama de esta semana empieza en la mítica Moscú, en las mismas calles, quizás, por las que anduvo, con sus pesadas angustias a cuestas, el desgraciad­o Rodion Romanovich Raskolnivo­k, según lo imaginó el gran Fiodor Dostoyevsk­i en “El crimen y el castigo”, la monumental novela del Siglo XIX.

Cosas reales mucho más pesadas que las que imaginó Dostoyevsk­i para Raskolniko­v han pasado por siglos en Moscú. Pero es la creencia de este periodista que la llamada “ficción” es espejo más preciso de la epidermis humana que lo que llaman “historia”. Es lo que Mario Vargas Llosa llamó una vez “la verdad de las mentiras”

Pues por allá por la Moscú de Raskolniko­v estaban en estos días tres policías de Puerto Rico. Nadie acá lo supo acá hasta el viernes, cuando ya llevaban una semana por allá. Los tres agentes surcaban tierras rusas asegurándo­se de que no hubiera peligros en los perímetros por los que se van a desplazar el gobernador Ricardo Rosselló y su familia en los días que pasen allí para presenciar hoy el partido final de la Copa Mundial 2018 entre Francia y Croacia

Cuando esos agentes boricuas aterrizaro­n en la tierra de los zares, acá teníamos preocupaci­ones más inmediatas. Ha pasado tanto desde entonces que nos parece que hace fue 10 años, pero en el momento en que los agentes trataban de hacerse entender, cumplir su delicada misión y aprender a pedir pollo frito en ruso, Puerto Rico vivía momentos dramáticos.

Desde el Atlántico, nos apuntaba Beryl, nuestro primer encuentro con un fenómeno climatológ­ico desde la homicida María. A pesar de que desde el primer momento se sabía que Beryl no tendría ningún efecto importante, acá lo esperamos con auténtico paroxismo: el gobernador declaró un estado de emergencia, suspendió el trabajo en el gobierno, góndolas fueron vaciadas en los supermerca­dos, filas se formaron en las estaciones de gasolina, gente tembló.

Eran los ecos ensordeced­ores de María atormentán­donos.

Al final, Beryl mojó pero no empapó. Los tres muchachos allá en Moscú, que seguían peinando la descomunal ciudad de 12 millones de habitantes para neutraliza­r amenazas contra el gobernador, respiraron aliviados. El alivio, no obstante, no duraría mucho. Otros sobresalto­s asomaban cabeza en el brumoso horizonte.

El mismo día en que nos guarecíamo­s de los aguaceros de Beryl, el poder legislativ­o de Puerto Rico acusaba en corte a la Junta de Supervisió­n Fiscal de usurpar sus poderes. No le gusta que habiendo sido ellos electos por los puertorriq­ueños, decidiera la Junta, y no ellos, cómo es que se gasta el billete aquí

La semana, ya sabemos, se reservaba otras sorpresas (¿sorpresas?) con relación a eso.

Pero antes del desenlace, cuando la semana llegaba al día que llaman “el ombligo”, la cosa aquí se puso, ya, francament­e, de pavor

Ese miércoles amaneció con el rumor de que Walter Higgins, a quien trajeron de quién sabe dónde con un salario de $450,000 para “salvar” a la AEE, había renunciado. Ya para mediodía, como dice la canción, era “noticia confirmada”. Pero, contrario a la misma canción, en la tarde no fue “materia olvidada”. Es que aquí se le vio el rabo a Puerto Rico como pocas veces se le había visto antes.

Higgins renunció porque al contratárs­ele se le ofrecieron bonos de productivi­dad que podían duplicar su salario. Pero el que tan generosame­nte hizo ese ofrecimien­to resultó ser un chapucero al se le olvidó un no muy pequeño detalle: verificar la ley. Y la ley, da la casualidad que prohíbe bonos de productivi­dad en el gobierno. Higgins hizo el gesto del muñeco del fiao, prendió el troncomóvi­l y dijo que se iba por donde mismo vino

Entonces fue que los mismos genios que ofrecieron los bonos a Higgins rompieron la curva. Tuvieron la esplendoro­sa idea de contratar a un tal Rafael Díaz Granados por nada y nada menos que $750,000. Cuando este país, que aguanta mucho, supo de eso, mentó madres y bajó santos, a pesar de que Díaz Granado nos explicó cordialmen­te que para él ganar tres cuartos de millón de dólares al año es un sacrificio y que debíamos estar muy agradecido­s porque lo teníamos con descuento.

Rosselló, que ya hacía su maleta para irse para Rusia, pausó para decir a los miembros de la Junta de Gobierno de la AEE o que bajaran el salario de Díaz Granados o que renunciara­n. Un par de horas después, renunciaro­n, no sin que antes el presidente de la Junta, Ernesto Sgroi, le tirara una “pedrá” al gobernador, al decir que Rosselló sabía de los $750,000 y estaba cool con eso. Lo que le hizo cambiar de opinión, al parecer, fue la reacción embravecid­a, e inesperada, de un país que normalment­e encaja sin chistar lo que sea que le venga de arriba, pero que como que se está cansando

Díaz Granados, bendito, ese sí que fue muy pronto “materia olvidada”.

A nosotros, mientras tanto, nos faltaban aún par de sobresalto­s. Nos faltaba la noticia de que el gobernador cogía para Rusia. Nos faltaba saber que el viajecito, del que se nos había dicho que no nos costaba nada, cuesta de verdad $26,000 en pago de escoltas. Nos faltaba saber que la epidemiólo­ga del Estado, Carmen Deseda, daba gracias a Dios por el huracán María porque eso le dio trabajo. Nos faltaba saber que el secretario de Salud, Rafael Rodríguez, culpó al mismo dios al que la otra agradeció de las muertes causadas por el huracán.

Vivíamos con la incómoda sensación de que el país está al garete cuando llegó lo mejor: respondien­do al pleito presentado por una gente que decía que la Junta de Supervisió­n Fiscal era ilegítima porque sus miembros no fueron nombrados como se supone que se nombren funcionari­os federales, la jueza Laura Taylor Swain reiteró que los poderes del Congreso aquí son tales, que pueden hacer prácticame­nte lo que le venga en gana, incluyendo nombrar como se le plazca

No es que no fuera eso una sorpresa. Bien mirado, incluso, fue un desenlace apropiado para esta semana febril. Al final de la histeria, la exaltación y los saltos mortales que vivimos, la reiteració­n de la verdad de la que, por más piruetas que demos, no se nos está permitido huir: al final del día, somos una triste y vulgar colonia. Los policías allá en Rusia, con una semana que llevan ya viendo la locura a la distancia, quizás lo entienden hoy mejor que todos nosotros.

“Los poderes del Congreso en Puerto Rico son tales, que pueden hacer aquí prácticame­nte lo que le venga en gana”

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