Rohinyas violadas sufren repudio.
KUTUPALONG, Bangladesh — En el campamento para refugiados, Noor nunca tuvo suficiente para comer, así que confundió la sensación que sintió en su abdomen con hambre. Pero cuando se convirtió en el empuje insistente de un feto, la adolescente ya no pudo ignorar la sensación.
Soldados de Myanmar, con sus característicos uniformes verdes, habían violado a Noor durante días el año pasado, en su poblado natal y luego en el bosque, dijo. Ella entonces huyó con otros 700,000 musulmanes rohinya a Bangladesh, donde vive en el campamento para refugiados más grande del mundo.
Llevó consigo un creciente recordatorio de la brutal campaña del Ejército de Myanmar para aniquilar a una minoría no deseada a través de masacre, violaciones e incendios masivos de poblados. El bebé —concebido en una explosión de violencia contra los rohinya que funcionarios de la ONU han dicho que puede equivaler a genocidio— hace que sea imposible olvidarlo.
Toda la gente en los campamentos para refugiados rohinya en Bangladesh sabe de las violaciones y de cómo es que el Ejército de Myanmar ha usado, durante décadas, la violencia sexual como arma de guerra, sobre todo contra grupos étnicos que no pertenecen a la mayoría budista de la nación.
Saben que no es culpa de las mujeres y niñas rohinya, quienes a menudo fueron violadas por grupos de hombres a punta de pistola, mientras sus madres, hermanas o hijas sollozaban y gritaban cerca de ellas. De todos modos, en la tradicional sociedad musulmana rohinya, la violación lleva vergüenza a los hogares.
Como resultado, muchas sobrevivientes sufren doblemente, primero por el trauma de la violencia sexual y luego por la exclusión social de una sociedad conservadora que las abandona cuando más necesitan apoyo.
No hay un conteo de los bebés concebidos por violación, pero los trabajadores de la salud dicen que ha habido un repunte en partos que coincidiría con violaciones cometidas entre agosto y septiembre del año pasado, el periodo más intenso de violencia contra los rohinya.
En una sociedad que acoge a los niños —tener seis, siete u ocho es común entre las familias rohinya— los bebés que nacen ahora suelen ser tratados de forma diferente.
Han llegado traficantes, que han corrido la voz de que pueden librar a las mujeres de recién nacidos indeseados. Si nace un niño inusitadamente pálido, la madre debe tolerar murmuraciones de que el color de su piel es resultado de un padre de la mayoría étnica bamar, de Myanmar. Además, los grupos de asistencia han reportado un aumento en la violencia doméstica.
Desde el momento en que su vientre comenzó a hincharse, Noor se mantuvo en el refugio, oculta para evitar el juicio de los demás. No está casada, ni está segura de su edad. Sus abuelos calculan que tiene entre 16 y 18 años.
Su padre fue asesinado el año pasado mientras intentaban escapar de los soldados que devastaron su poblado en el municipio de Buthidaung, en el estado de Rakhine, en Myanmar. Su madre está desaparecida y se presume muerta. El hermano de Noor, de 10 años, está vivo. Pero sus parientes han decidido que el niño no puede ser asociado con la vergüenza de su hermana, así que vive con una tía en otro campamento para refugiados.
Días antes del parto, Noor continuaba ocultándose en la parte posterior de su refugio, donde subsistía con las raciones más mínimas. Había decidido que el bebé sería entregado a un traficante de personas cuando nazca. “Quiero casarme”, dijo. “No puedo hacer eso si tengo un bebé”.
Cada día, el bebé pateaba a Noor con más insistencia, y sus pesadillas traían a los hombres de verde con sus rifles y manos agresivas. Ningún personal médico monitoreó su embarazo, pero Noor había escuchado que en los campamentos en Bangladesh había doctores con curas mágicas.
“¿Cree que tengan una pastilla para la tristeza?”, preguntó, mientras sus manos sujetaban su abdomen. “Me gustaría tomar esa pastilla después de que nazca el bebé”.