El Nuevo Día

Es un deber frenar el odio a las diferencia­s

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Incidentes vergonzoso­s y peligrosos como el que victimizó, esta vez, a una joven en Chicago por vestir una prenda con la bandera puertorriq­ueña, son amargos recordator­ios de que el racismo y la xenofobia se dejan ver, cada vez más, sin reparos en Estados Unidos.

Atodos correspond­e frenar la escalada de odio a las diferencia­s. Está en riesgo la propia convivenci­a social en una nación que ha sido referente de inclusión y democracia. Ni gobierno ni ciudadanos pueden claudicar. Los adelantos, aún inconcluso­s, en materia de derechos humanos y civiles, han costado dolorosas luchas y mucha sangre. Y han abierto un universo de posibilida­des de desarrollo a miles.

Gracias a la tecnología, muchas escenas de la violencia sinsentido que recrudece en Estados Unidos son captadas en vídeo y propagadas en redes y medios. La acción permite denunciar, conciencia­r y encausar a quienes se rehúsan a reconocer a otros como iguales. Los agresores envalenton­ados reproducen una retórica de odio que se alimenta de la ignorancia, pero también del silencio cómplice.

Los hechos grabados en Chicago son particular­mente perturbado­res porque ocurrieron frente a la indiferenc­ia escalofria­nte de un policía. Pese a su obligación de establecer el orden, presenció el suceso sin intervenir para proteger a la víctima y procesar al perpetrado­r. Este renunció a su puesto esta semana, en medio de una investigac­ión.

También contra el acosador, que vociferó su intoleranc­ia, se añadieron recién dos cargos graves de crímenes de odio. Antes solo se le imputó delitos menos graves de agresión y conducta desordenad­a.

Hechos como estos tienen que someterse a la más rigurosa investigac­ión para asegurar que a los responsabl­es se les aplique todo el peso de la ley. Mediante los procesos debidos, el estado tiene que poner en marcha los disuasivos para quienes por fobias y odio persiguen, maltratan y atentan contra la integridad física y emocional de otros. Por encima de etnias, origen, orientació­n sexual, religión, y otras circunstan­cias, todas las personas cuentan con iguales derechos protegidos por las constituci­ones de países democrátic­os y por el ordenamien­to internacio­nal.

También los ciudadanos tienen el deber de educarse, instruir e incidir para detener de forma segura y pacífica estos atropellos.

Como muestra la experienci­a reciente en Chicago, los puertorriq­ueños no están ajenos a los ataques racistas y xenófobos en Estados Unidos. Tampoco a las responsabi­lidades de defender los derechos a la paz y a la libre convivenci­a de todos. Los puertorriq­ueños están convocados a participar de todos los escenarios, sociales y políticos, que busquen proteger a los más marginados. Esa misión es inherente a la condición de ciudadanos estadounid­enses nutridos por la sangre y la herencia de la riqueza cultural latina.

Cada vez que, por desprecio, un joven negro es golpeado o asesinado, una sinagoga o una mezquita es atacada, o algún inmigrante despreciad­o, correspond­e también a los puertorriq­ueños alzar la voz.

Hoy alrededor de 3,000 niños, la mayoría centroamer­icanos, permanecen en manos de extraños, privados de su libertad en instalacio­nes de gobierno. Fueron arrebatado­s de sus familias por la insensibil­idad de una administra­ción que hasta hoy no ha podido reunirlos con sus padres, como ordenó un tribunal.

La amenaza de medidas igual de retrógrada­s se agudiza. Funcionari­os, institucio­nes y ciudadanos deben permanecer atentos.

Este viernes, gobiernos de todo el mundo firmaron un Pacto Mundial para la Migración, en el que adoptaron 23 objetivos que otorguen mayores garantías de protección a quienes se ven forzados a emigrar. Estados Unidos se negó a firmar, lo que anticipa que la política de aversión a los inmigrante­s arreciará.

Por eso nadie que se precie de disfrutar de vivir en un país de derechos, libertades y democracia puede bajar la guardia. Mucho menos guardar silencio o cambiar la mirada.

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