Los días de la ira
Puede que el ciudadano promedio apenas acredite el barrunto político que nos rodea. Más que en ningún otro momento, la realidad y la ficción danzan un pasodoble lento y angustiante. Los hechos y las palabras se eluden, mientras los hombres y las mujeres intuyen la gravedad que el discurso oficial les niega de manera reiterada. Son tiempos de litigio, en el sentido más amplio del término. Ni siquiera podemos nom- brar a nuestros muertos sin que interfiera el frenético afán partidista de interpretar los hechos de manera oportunista.
Pero la ciudadana de a pie, que cruza la calle sin semáforo, sabe que aquellas lluvias fueron las responsables de estos lodos. María, en toda su dimensión huracanada, arrancó sin clemencia los escasos vestigios de normalidad para arroparlo todo bajo el insoportable manto de la incertidumbre. Es en ese espíritu que ofrezco este comentario.
El caso que considera la jueza Laura Taylor Swain ya invocó para orientar su razonamiento el precedente de los Casos Insulares. Para quien lo no sepa, este término agrupa las decisiones del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre una serie de pleitos que desde 1901 exploraban el límite de derechos y protecciones accesibles a los nuevos sujetos que poblaban los territorios adquiridos luego de la Guerra Hispanoamericana.
La corte resolvió que dichos territorios pertenecerían a, pero no formarían parte de Estados Unidos, por lo que la Constitución estadounidense no aplicaría allí de forma plena. Aunque las controversias fueron múltiples, y los puertorriqueños recibieron la ciudadanía en 1917, el resultado fue el mismo: los habitantes de estos territorios fueron considerados inferiores e indignos de las protecciones disponibles a los residentes de los estados. Por eso el Congreso podrá legislar las medidas que entienda necesarias para gobernarlos aunque se violente el principio democrático, como bien ejemplifica la Ley Promesa.
El racismo contra los puertorriqueños, reconocido históricamente como inspiración de este prejuicio judicial, volvió por sus fueros y reitera su vigencia en esta hora en que se deciden importantes controversias sobre la isla. Mientras, el gobierno por voz del primer ejecutivo, denuncia la desigualdad y propone la vía acelerada hacia la anexión, como si la paradoja no fuera evidente.
Mientras la comisionada residente se paseaba por diferentes foros defendiendo la gestión de FEMA tras la emergencia de Irma y María, esa misma agencia reconoció en un informe interno que no estuvo preparada para responder a la emergencia en Puerto Rico e Islas Vírgenes. El servilismo de funcionarios electos puertorriqueños quedó en vitrina, para nuestra suprema desdicha y vergüenza. Pero el racismo tras la impericia de FEMA tampoco es aislado. Miremos las separaciones forzadas de familias de inmigrantes en la frontera y veremos otra expresión oficial de desprecio a la vida y a los derechos humanos más elementales. Lo que antes era impensable, hoy se vuelve cotidiano y nuestra indignación apenas registra niveles audibles. Lo anterior es un aciago augurio que no podemos darnos el lujo de ignorar.
Pensar que el caso de Puerto Rico es excepcional, comporta riesgos demasiado grandes porque se juega todo a una solución incierta. Confiar que el Congreso obrará con nuestro mejor interés en mente, después de aprobar la Ley Promesa, es un hecho completamente incoherente. La fe ciega es la gran amenaza y la razón por la que muchos puertorriqueños han partido de la isla procurando hacer vida en otro lado. Se fueron porque dejaron de creerse las mentiras mil veces repetidas. Los que permanecen harán bien en hacer inventario realista del entorno. Mientras tanto, hay que asumir la defensa de la vida y la denuncia contra toda afrenta porque el colonialismo mata. Y el silencio también.
“Hay que asumir la defensa de la vida y la denuncia contra toda afrenta porque el colonialismo mata. Y el silencio también”