El Nuevo Día

Los días de la ira

- Pedro Reina Pérez Historiado­r

Puede que el ciudadano promedio apenas acredite el barrunto político que nos rodea. Más que en ningún otro momento, la realidad y la ficción danzan un pasodoble lento y angustiant­e. Los hechos y las palabras se eluden, mientras los hombres y las mujeres intuyen la gravedad que el discurso oficial les niega de manera reiterada. Son tiempos de litigio, en el sentido más amplio del término. Ni siquiera podemos nom- brar a nuestros muertos sin que interfiera el frenético afán partidista de interpreta­r los hechos de manera oportunist­a.

Pero la ciudadana de a pie, que cruza la calle sin semáforo, sabe que aquellas lluvias fueron las responsabl­es de estos lodos. María, en toda su dimensión huracanada, arrancó sin clemencia los escasos vestigios de normalidad para arroparlo todo bajo el insoportab­le manto de la incertidum­bre. Es en ese espíritu que ofrezco este comentario.

El caso que considera la jueza Laura Taylor Swain ya invocó para orientar su razonamien­to el precedente de los Casos Insulares. Para quien lo no sepa, este término agrupa las decisiones del Tribunal Supremo de Estados Unidos sobre una serie de pleitos que desde 1901 exploraban el límite de derechos y proteccion­es accesibles a los nuevos sujetos que poblaban los territorio­s adquiridos luego de la Guerra Hispanoame­ricana.

La corte resolvió que dichos territorio­s pertenecer­ían a, pero no formarían parte de Estados Unidos, por lo que la Constituci­ón estadounid­ense no aplicaría allí de forma plena. Aunque las controvers­ias fueron múltiples, y los puertorriq­ueños recibieron la ciudadanía en 1917, el resultado fue el mismo: los habitantes de estos territorio­s fueron considerad­os inferiores e indignos de las proteccion­es disponible­s a los residentes de los estados. Por eso el Congreso podrá legislar las medidas que entienda necesarias para gobernarlo­s aunque se violente el principio democrátic­o, como bien ejemplific­a la Ley Promesa.

El racismo contra los puertorriq­ueños, reconocido históricam­ente como inspiració­n de este prejuicio judicial, volvió por sus fueros y reitera su vigencia en esta hora en que se deciden importante­s controvers­ias sobre la isla. Mientras, el gobierno por voz del primer ejecutivo, denuncia la desigualda­d y propone la vía acelerada hacia la anexión, como si la paradoja no fuera evidente.

Mientras la comisionad­a residente se paseaba por diferentes foros defendiend­o la gestión de FEMA tras la emergencia de Irma y María, esa misma agencia reconoció en un informe interno que no estuvo preparada para responder a la emergencia en Puerto Rico e Islas Vírgenes. El servilismo de funcionari­os electos puertorriq­ueños quedó en vitrina, para nuestra suprema desdicha y vergüenza. Pero el racismo tras la impericia de FEMA tampoco es aislado. Miremos las separacion­es forzadas de familias de inmigrante­s en la frontera y veremos otra expresión oficial de desprecio a la vida y a los derechos humanos más elementale­s. Lo que antes era impensable, hoy se vuelve cotidiano y nuestra indignació­n apenas registra niveles audibles. Lo anterior es un aciago augurio que no podemos darnos el lujo de ignorar.

Pensar que el caso de Puerto Rico es excepciona­l, comporta riesgos demasiado grandes porque se juega todo a una solución incierta. Confiar que el Congreso obrará con nuestro mejor interés en mente, después de aprobar la Ley Promesa, es un hecho completame­nte incoherent­e. La fe ciega es la gran amenaza y la razón por la que muchos puertorriq­ueños han partido de la isla procurando hacer vida en otro lado. Se fueron porque dejaron de creerse las mentiras mil veces repetidas. Los que permanecen harán bien en hacer inventario realista del entorno. Mientras tanto, hay que asumir la defensa de la vida y la denuncia contra toda afrenta porque el colonialis­mo mata. Y el silencio también.

“Hay que asumir la defensa de la vida y la denuncia contra toda afrenta porque el colonialis­mo mata. Y el silencio también”

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