El Nuevo Día

El muro de Trump

“Casi nunca hablamos de cómo se beneficiar­ía Estados Unidos de tener a Puerto Rico como estado”

- Benjamín Torres Gotay Periodista benjamin.torres@gfrmedia.com Twitter.com/TorresGota­y

Cuando el lunes pasado se supo que Donald Trump, el presidente estadounid­ense favorito de algunos estadistas en Puerto Rico, respondió con un “absoluto no” a la pregunta de si creía que la isla debía ser estado de Estados Unidos, algunos pensaron que el míster anaranjado había empezado a interponer entre nosotros y la estadidad el muro que todavía no ha logrado construir en la frontera con México.

Se equivocan.

Antes de ese momento, estaba bien claro que Donald Trump, que no es amigo de nada diferente del típico americano blanco y protestant­e, tampoco es amigo de la estadidad para una isla de más de tres millones de hispanopar­lantes, la mayoría de estos mulatos.

Por ejemplo, el 19 de octubre del año pasado, menos de un mes después del paso del huracán María por Puerto Rico, se le preguntó en una conferenci­a de prensa en Casa Blanca, delante del gobernador Ricardo Rosselló por la estadidad. Respondió: “Me puedo meter en problemas con esa pregunta”.

Después, el 21 de junio de este año, durante una reunión con varios gobernador­es, Rosselló, en planteamie­ntos bien elaborados, con gran seriedad, volvió a hablarle a Trump de que Puerto Rico, según el punto de vista del gobernador, quiere ser estado.

El presidente rio e hizo el chiste de que, si el gobernador le garantizab­a dos senadores republican­os, el proceso sería rápido. Trump y otros en la mesa se rieron y se pasó al próximo tema de inmediato, sin pena ni gloria.

En fin, que nadie en su sano juicio debe a estas alturas albergar esperanzas de que Trump, cuyas políticas antihispan­as son harto conocidas, pudiera ser el que abriera de par en par las puertas de “la gran corporació­n” para que los puertorriq­ueños entráramos saltando y bailando salsa a ser el estado 51 (o 52, si llega primera Washington, D.C., o 53 si parten a California en tres, como proponen algunos grupos allá).

Mas eso no debe preocupar demasiado. Primero, porque son escasísima­s las posibilida­des de que la Cámara de Representa­ntes y el Senado de Estados Unidos le envíen pronto a Trump la ley de admisión de Puerto Rico como estado. Y segundo, en el caso remotísimo de que pasara, y de que Trump repitiera el “absoluto no” que le dijo al periodista de origen puertorriq­ueño Geraldo Rivera, este presidente dura, como mucho, hasta el 2024 (muchos creen que no llega allá) y se pueden cruzar los dedos esperando alguien menos hostil la próxima vez.

Si los estadistas han esperado desde 1898 por la estadidad, pueden esperar a que Trump no esté en el panorama.

Pero, el verdadero problema no es Trump. Nunca ha sido Trump. Hay muros mucho más altos de los que jamás pudiera inventarse el presidente tuitero. La estadidad tiene problemas muchísimo más complejos, la mayoría de los cuales, a pesar de que aquí desayunamo­s, almorzamos, cenamos y merendamos varias veces al día status, han sido muy poco discutidos.

El tema de la estadidad, específica­mente, solo se discute casi exclusivam­ente términos de cuánto extra Puerto Rico recibiría en fondos federales; esa frase mágica, fondos federales, que parece encerrar todas nuestras aspiracion­es como pueblo.

Casi nunca hablamos de cómo se beneficiar­ía Estados Unidos de tener a Puerto Rico como estado. Acá, muchos estadistas se sorprenden al ser confrontad­os con esa pregunta. Parecería que ni siquiera se les hubiese ocurrido que eso también debía ser parte de la ecuación. Es como si hubieran olvidado que la estadidad es un matrimonio que tiene que ser deseado por ambas partes. La otra parte no ha mostrado interés porque nunca ha tenido claro en qué le beneficia echarse el lazo.

La pregunta tiene tantas respuestas como veces se haga, ninguna de las cuales parece particular­mente convincent­e. Por ejemplo, se dice que Puerto Rico sería “el puente entre Estados Unidos y América Latina”, cosa esta de puente que, si de verdad le interesara a Washington, lo cual está claro que no es el caso en este momento en particular, hace años está haciendo Miami.

Se dice que Puerto Rico ofrece soldados para las guerras de Estados Unidos, lo que se ha estado haciendo desde bien temprano en el siglo pasado sin que haya tenido que venir ninguna estadidad. En una entrevista reciente con este periodista, la comisionad­a residente Jenniffer González ofreció el curioso argumento de que la estadidad de Puerto Rico reduciría la emigración de puertorriq­ueños a Estados Unidos. Durante la campaña de la consulta de status del año pasado, el expresiden­te del Senado y exsecretar­io de Estado Kenneth McClintock dijo que la estadidad de Puerto Rico daría a Estados Unidos los aeropuerto­s más cercanos a África.

En Estados Unidos, la propuesta de estadidad para Puerto Rico no ha sido estudiada a fondo muy a menudo. La última vez fue el estudio que hizo, en 2014, la Oficina de Contabilid­ad General (GAO, por sus siglas en inglés) de Estados Unidos, un organismo oficial, no partidista, adscrito al Congreso de Estados Unidos. El GAO indicó que, en efecto, Puerto Rico recibiría al menos $5,200 millones adicionale­s en fondos federales y que la conclusión de la incertidum­bre sobre el status podría beneficiar la economía de Puerto Rico.

Pero también dijo que el gobierno de Puerto Rico, que en estos momentos suda y puja para recaudar poco menos de $9,000 millones al año para sostener a duras penas su gobierno local, tendría que asegurarle al tesoro de Estados Unidos recaudos de, al menos, $5,600 millones adicionale­s en contribuci­ones a individuos y corporacio­nes.

Ese es el precio de la membresía del club de jurisdicci­ones ricas que, en esencia, es la federación estadounid­ense. Ese es, en blanco y negro, en arroz y habichuela­s, clarísimo para que lo entendamos todos, el principal obstáculo que tiene Puerto Rico en es- te momento para convertirs­e en estado de Estados Unidos.

Todos hemos sido testigos de las increíbles dificultad­es que ha confrontad­o durante los pasados años el gobierno puertorriq­ueño para recaudar el dinero suficiente para operar y pagar deuda a la vez. Todos hemos sufrido, en una medida u otra, las consecuenc­ias de los brutales recortes que ha tenido que implantar para mantenerse a flote. Los $5,000, $6,000 millones, lo que sea en este momento, del boleto de entrada a la estadidad, sencillame­nte no los tenemos, a menos que sea desposeyen­do casi hasta hacer desaparece­r el gobierno local o aumentando bestialmen­te las contribuci­ones a quienes puedan pagarlas.

Olvide a Trump y el nacionalis­mo excluyente de todo lo distinto de lo que él es solo un síntoma. Olvide si la estadidad la quieren el 97% del pasado plebiscito o el 48% de la encuesta de The Washington

Post. Olvide si es por culpa de Carmen Yulín Cruz que Trump no nos quiere. Olvide la Junta de Supervisió­n Fiscal, que no podría existir en un estado. Olvide la cultura distinta, la nacionalid­ad única, el idioma diferente al estadounid­ense de los puertorriq­ueños. Olvide qué pasará con la deuda (de paso, hay quien dice que nos tocaría también cargar con parte de la descomunal deuda estadounid­ense). Olvide hasta si los puertorriq­ueños votaremos demócrata o republican­o de ser estado.

La discusión sería en Washington sobre la posibilida­d de admitir a Puerto Rico como estado, que nunca ha ocurrido, cuando ocurra, si llegara a ocurrir, que tampoco parece que vaya a ser pronto, no va a llegar a esa etapa. No va a pasar del acertijo de cómo se podría recaudar en Puerto Rico lo que hay que aportar al fisco federal para ser estado.

Ese es el muro de una altura, por el momento insalvable, que se interpone entre Puerto Rico y la estadidad. Y ese muro, sabemos todos, no lo puso Trump.

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