Trump inmortal
Atodo presidente de los Estados Unidos de Norteamérica que visita Puerto Rico se le erige una estatua. Sea visita de médico, sea visita que lo obliga a dormitar un ratito entre nos, a la misma se le otorga el carácter de acontecimiento a inmortalizarse con estatua.
Apenas si media tarde nos visitó Obama. En el lapso de la media tarde engulló una “media noche” en el restorán “Kasaalta”, junto al entonces gobernador Alejandro García Padilla. Media tarde apenas, pero su estatua ya confraterniza con las de Franklin Delano Roosevelt, John Fitzgerald Kennedy, Gerard Ford, George Bush padre, Jimmy Carter y Bill Clinton, en un solar frente al capitolio insular. Ambos cuerpos legislativos favorecieron la creación de las estatuas, sufragadas por el Banco Gubernamental de Fomento según partes de prensa.
Resulta escaso el solar donde se diligencia tal avalancha de inmortalidad. La escasez terrenal obliga a las pobres estatuas a apiñarse, hacinarse, incluso a liliputarse. Por escaso apodo dicho solar “El callejón de Lilliput”. Mediante el apodo homenajeo uno de mis libros preferidos, “Los viajes de Gulliver” de Jonathan Swift, en especial el viaje a “Lilliput”, el país de los enanos. A la vez homenajeo, si bien con ironía doliente, la atracción fatal al colonialismo que padecemos nosotros los puertorriqueños, colonizados hasta la médula en la aurora del siglo veintiuno.
Escribo colonizados a riesgo de ofenderme y de ofender. Pero, las estatuas aludidas, más las que continuarán apeñuscándose en “El Callejón de Lilliput”, son muestras irrebatibles de colonialismo. Un colonialismo que se defiende en nombre del “agradecimiento”.
Nuestra vocación colonial transforma el “agradecimiento” en dogma a la hora de dulcificar las relaciones de sujeción con la metrópolis. Conflictivas desde siempre, desde siempre vejatorias, las relaciones entre Puerto Rico y los Estados Unidos de Norteamérica se han exasperado, más allá de lo creíble, durante el par de años transcurridos del periodo presidencial de Donald Trump. Quien durante sus despliegues habituales de irrespetuosidad, convertidos en su “trademark”, exige el “agradecimiento” continuo de nosotros, los puertorriqueños. Sobre todo de los puertorriqueños que nos representan en la dimensión político partidista, más para mal que para bien en la mayoría de las ocasiones. Pues a la irrespetuosidad jamás se le pela el diente ni se le busca la gracia, venga de quien venga.
Aun así a la vuelta de la esquina está la estatua que inmortalizará la visita a Puerto Rico del cuadragésimo quinto presidente de la nación norteamericana. Una visita grosera, ajena a la solidaridad básica que exigía la circunstancia: la devastación del país por el huracán María. Mientras la visita avanzaba, mientras la televisión permitía contemplar al visitante payasear, no cesaba de preguntarme: “¿Cómo un hombre carente de las formas elementales que viabilizan la convivencia social preside una gran nación?”
Nada tienta más al político que la inmortalidad. Algunos pretenden agenciársela temprano y le endilgan su nombre a una ciudad principal. Ciudad Trujillo. Stalingrado. Ciudad Ho Chi Minh. ¡No nos engañemos: los vientos del poder marean, soplen del costado derecho o soplen del costado izquierdo! Otros fulanos saturan el territorio donde ejercen el poder con estatuas que “inmortalizan” su persona. Otros tramitan la inmortalidad por vía de la biografía de encargo, presta a aminorar defectos y exagerar virtudes. Otros zutanos transan, a falta de avenidas o expresos automovilísticos, a que las calles se “honren” con su nombre.
No obstante tanta ascosidad intelectual, tanta decencia degradada, a lo largo de la historia la estatua aspira a premiar la ejemplaridad que resume una palabra: Grandeza.
Al margen de la ausencia de Grandeza, al margen de que sus cerebros nunca hayan impreso una idea digna, a todo presidente norteamericano que nos haya visitado las estatuas situadas en “El Callejón de Lilliput” le expresan el “agradecimiento” puertorriqueño.
“La vida te da sorpresas” vocea el gran cantautor panameño Rubén Blades en uno de sus textos rutilantes. Sí que da sorpresas la vida. La menor de las antillas mayores, cuya población la enriquece un grupo enorme de afrodescendientes, le erigirá una estatua al paladín del racismo. La menor de las antillas mayores, cuya población la enriquece gente formidable proveniente de toda Hispanoamérica, le erigirá una estatua al abanderado de la anti-inmigración. La menor de las antillas mayores, que ubica en el vecindario de “los países de mierda”, le erigirá una estatua al autor de tan ruin cartografía.
Levantarle una estatua a Donald Trump en la menor de las antillas mayores revuelca cualquier estómago. ¿Cualquier estómago? Falso. Hay estómagos que ven con simpatía las atrocidades de “Mister President.” ¿Por qué no? Como el corazón, el estómago tiene un lado oscuro, traquetero.