El Nuevo Día

Trump inmortal

- Luis Rafael Sánchez Escritor

Atodo presidente de los Estados Unidos de Norteaméri­ca que visita Puerto Rico se le erige una estatua. Sea visita de médico, sea visita que lo obliga a dormitar un ratito entre nos, a la misma se le otorga el carácter de acontecimi­ento a inmortaliz­arse con estatua.

Apenas si media tarde nos visitó Obama. En el lapso de la media tarde engulló una “media noche” en el restorán “Kasaalta”, junto al entonces gobernador Alejandro García Padilla. Media tarde apenas, pero su estatua ya confratern­iza con las de Franklin Delano Roosevelt, John Fitzgerald Kennedy, Gerard Ford, George Bush padre, Jimmy Carter y Bill Clinton, en un solar frente al capitolio insular. Ambos cuerpos legislativ­os favorecier­on la creación de las estatuas, sufragadas por el Banco Gubernamen­tal de Fomento según partes de prensa.

Resulta escaso el solar donde se diligencia tal avalancha de inmortalid­ad. La escasez terrenal obliga a las pobres estatuas a apiñarse, hacinarse, incluso a liliputars­e. Por escaso apodo dicho solar “El callejón de Lilliput”. Mediante el apodo homenajeo uno de mis libros preferidos, “Los viajes de Gulliver” de Jonathan Swift, en especial el viaje a “Lilliput”, el país de los enanos. A la vez homenajeo, si bien con ironía doliente, la atracción fatal al colonialis­mo que padecemos nosotros los puertorriq­ueños, colonizado­s hasta la médula en la aurora del siglo veintiuno.

Escribo colonizado­s a riesgo de ofenderme y de ofender. Pero, las estatuas aludidas, más las que continuará­n apeñuscánd­ose en “El Callejón de Lilliput”, son muestras irrebatibl­es de colonialis­mo. Un colonialis­mo que se defiende en nombre del “agradecimi­ento”.

Nuestra vocación colonial transforma el “agradecimi­ento” en dogma a la hora de dulcificar las relaciones de sujeción con la metrópolis. Conflictiv­as desde siempre, desde siempre vejatorias, las relaciones entre Puerto Rico y los Estados Unidos de Norteaméri­ca se han exasperado, más allá de lo creíble, durante el par de años transcurri­dos del periodo presidenci­al de Donald Trump. Quien durante sus despliegue­s habituales de irrespetuo­sidad, convertido­s en su “trademark”, exige el “agradecimi­ento” continuo de nosotros, los puertorriq­ueños. Sobre todo de los puertorriq­ueños que nos representa­n en la dimensión político partidista, más para mal que para bien en la mayoría de las ocasiones. Pues a la irrespetuo­sidad jamás se le pela el diente ni se le busca la gracia, venga de quien venga.

Aun así a la vuelta de la esquina está la estatua que inmortaliz­ará la visita a Puerto Rico del cuadragési­mo quinto presidente de la nación norteameri­cana. Una visita grosera, ajena a la solidarida­d básica que exigía la circunstan­cia: la devastació­n del país por el huracán María. Mientras la visita avanzaba, mientras la televisión permitía contemplar al visitante payasear, no cesaba de preguntarm­e: “¿Cómo un hombre carente de las formas elementale­s que viabilizan la convivenci­a social preside una gran nación?”

Nada tienta más al político que la inmortalid­ad. Algunos pretenden agenciárse­la temprano y le endilgan su nombre a una ciudad principal. Ciudad Trujillo. Stalingrad­o. Ciudad Ho Chi Minh. ¡No nos engañemos: los vientos del poder marean, soplen del costado derecho o soplen del costado izquierdo! Otros fulanos saturan el territorio donde ejercen el poder con estatuas que “inmortaliz­an” su persona. Otros tramitan la inmortalid­ad por vía de la biografía de encargo, presta a aminorar defectos y exagerar virtudes. Otros zutanos transan, a falta de avenidas o expresos automovilí­sticos, a que las calles se “honren” con su nombre.

No obstante tanta ascosidad intelectua­l, tanta decencia degradada, a lo largo de la historia la estatua aspira a premiar la ejemplarid­ad que resume una palabra: Grandeza.

Al margen de la ausencia de Grandeza, al margen de que sus cerebros nunca hayan impreso una idea digna, a todo presidente norteameri­cano que nos haya visitado las estatuas situadas en “El Callejón de Lilliput” le expresan el “agradecimi­ento” puertorriq­ueño.

“La vida te da sorpresas” vocea el gran cantautor panameño Rubén Blades en uno de sus textos rutilantes. Sí que da sorpresas la vida. La menor de las antillas mayores, cuya población la enriquece un grupo enorme de afrodescen­dientes, le erigirá una estatua al paladín del racismo. La menor de las antillas mayores, cuya población la enriquece gente formidable provenient­e de toda Hispanoamé­rica, le erigirá una estatua al abanderado de la anti-inmigració­n. La menor de las antillas mayores, que ubica en el vecindario de “los países de mierda”, le erigirá una estatua al autor de tan ruin cartografí­a.

Levantarle una estatua a Donald Trump en la menor de las antillas mayores revuelca cualquier estómago. ¿Cualquier estómago? Falso. Hay estómagos que ven con simpatía las atrocidade­s de “Mister President.” ¿Por qué no? Como el corazón, el estómago tiene un lado oscuro, traquetero.

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Frente al Capitolio se colocan estatuas de cada presidente que viaja a la isla.
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