Sorprenderá la próxima desaceleración.
Tras la caída de Lehman Brothers hace 10 años, hubo un debate público sobre cómo es que los principales bancos estadounidenses se habían vuelto “demasiado grandes como para fracasar”. Pero ese debate pasaba por alto la historia más amplia, sobre cómo es que los mercados globales donde se comercian acciones, bonos y otros activos financieros se habían vuelto preocupantemente grandes.
Para vísperas de la crisis del 2008, los mercados financieros globales eclipsaban a la economía global. Esos mercados se habían triplicado en el curso de las tres décadas anteriores, a 347 por ciento de la producción bruta económica mundial, impulsados por dinero fácil que salía de los bancos centrales. Esa es una razón importante por la que el efecto de la caída de Lehman fue suficientemente grande para causar la peor desaceleración económica desde la Gran Depresión.
Hoy, los mercados son incluso más grandes, al haber crecido a 360 por ciento del PIB global, un nivel sin precedentes. Y las autoridades financieras han avivado sin querer esta nueva amenaza. Durante la última década, los bancos centrales más grandes — en Estados Unidos, Europa, China y Japón— han expandido sus balances generales en un esfuerzo por promover la recuperación. Gran parte de ese dinero recién impreso se ha abierto paso a los mercados financieros, donde a menudo sigue el sendero de la menor regulación.
Banqueros centrales y otros reguladores han triunfado en gran parte en contener la práctica que causó el desastre en el 2008: préstamos hipotecarios arriesgados otorgados por grandes bancos. Pero con tanto dinero fácil que circula en los mercados globales, era inevitable que surgieran nuevas amenazas —en lugares donde los reguladores no observan tan detenidamente.
Dentro de los mercados financieros globales de 290 billones de dólares, hay cientos de riesgos nuevos. Entre los más inquietantes: prestatarios corporativos y los así llamados prestamistas no bancarios.
Al reducirse los préstamos bancarios, cada vez más compañías comenzaron a recaudar dinero vendiendo bonos, y muchos de esos bonos están ahora en manos de estos prestamistas no bancarios —principalmente gestores de dinero como fondos de bonos, fondos de pensiones o compañías de seguros.
Entre las corporaciones cotizadas en el índice Standard and Poor’s 500, la deuda se ha triplicado desde el 2010 a una y media veces los ingresos anuales —cerca de los niveles históricos alcanzados durante las recesiones de principios de los 90 y la década del 2000. Y en algunas partes de los mercados de bonos, las cargas de deuda son mucho más altas.
Algunas compañías de EE.UU. que cotizaban en la bolsa en el 2008 se han vuelto privadas, a menudo para evitar un escrutinio intensificado de los reguladores. Muchas de esas compañías fueron compradas por firmas de capital privado, en tratos que dejan a las compañías agobiadas con enormes deudas. En este momento, la compañía estadounidense típica que es propiedad de una firma de capital privado tiene una deuda seis veces más alta que sus ingresos —o dos veces el nivel que una agencia de calificaciones consideraría de alto riesgo o “chatarra”.
En un momento en que los bancos centrales mantienen las tasas de interés a niveles históricamente bajos, los inversionistas están más dispuestos a comprar chatarra debido a los rendimientos más altos. Y esta búsqueda se ha dado en todo el mundo mientras los administradores de activos buscan rendimientos más altos donde sea.
Los principales riesgos fuera de EE.UU. están en China, que ha impreso la mayor cantidad de dinero y emitido la mayor cantidad de deuda de cualquier país desde el 2008. El acceso fácil al dinero ha avivado burbujas en todo, desde acciones y bonos hasta propiedad en China, y es difícil ver cómo o cuándo podrían desencadenar una crisis importante. Si Beijing llega al punto en el que ya no puede imprimir más dinero, los efectos podrían ser devastadores para la economía.
De forma más amplia, el detonador que hay que vigilar es la Reserva Federal de EE.UU., ya que muchos otros bancos centrales del mundo suelen seguir el ejemplo de la Fed para establecer tasas de interés. Durante los últimos 50 años, siempre que la Fed ha controlado el dinero fácil aumentando las tasas de interés, con el tiempo ha seguido una desaceleración en los mercados o la economía.
A muchos pesimistas les preocupaba que la política restrictiva iniciada por la Fed en 2004 ayudaría a provocar una recesión —y así fue a final de cuentas, en 2008. Aunque las tasas siguen siendo históricamente bajas en EE.UU., la Reserva Federal comenzó a elevarlas hace más de dos años y se anticipa que siga ajustándolas hasta el próximo año.
Para tener alguna oportunidad de anticipar y prevenir la siguiente desaceleración, los reguladores deben buscar las amenazas que han surgido desde 2008. Necesitan reconocer que los mercados ahora juegan un papel descomunal en la economía y que sus intentos por micromanejar este inmenso mar de dinero solo han alejado los riesgos de los grandes bancos de EE.UU. para acercarlos a nuevos prestamistas fuera de la banca.
Los mercados se han vuelto tan grandes en parte porque siempre que tropezaban, los banqueros centrales los rescataban con dinero fácil. Cuando los mercados subían drásticamente — como lo han hecho en años recientes— las autoridades se cruzaban de brazos, al decir que lo suyo no es reventar burbujas. Ahora, los mercados son tan grandes que es difícil ver cómo es que los creadores de políticas pueden reducir los riesgos que conllevan sin precipitar una caída drástica que dañará inevitablemente a la economía. Al igual que los grandes bancos en el 2008, los mercados globales se han vuelto “demasiado grandes como para fracasar”.