El Nuevo Día

José Caraballo Cueto: La desigualda­d económica isleña

- José Caraballo Cueto Economista

En 2014 hallé que Puerto Rico ubicaría en la quinta posición del Banco Mundial en términos de desigualda­d económica (en adelante, desigualda­d) para el periodo 2010-2013, aun consideran­do las transferen­cias federales. Gobiernos preocupado­s por esta falta de cohesión social hubiesen adoptado medidas para reducir esa deshonrosa desigualda­d (ejemplo, utilizando el sistema contributi­vo), pero hicieron caso omiso. Peor aún, aprobaron medidas que exacerban la desigualda­d como aumentar el IVU, la Ley 22, aumentar el costo estudianti­l en la UPR y recortes al gasto social (no al gasto político), entre otros.

Ahora descubrí que la desigualda­d durante el periodo 2013-2017 fue mayor que en 2010-2013, clasifican­do como el tercer país más desigual. Es decir, la crisis económica y la austeridad no la sufrimos todos por igual.

Han surgido unas dudas ante este hallazgo, las cuales aclaro a continuaci­ón.

El listado del Banco Mundial solo incluye 101 países – Cierto, por eso promediamo­s un periodo de cinco años para incluir el máximo de países posibles. Si todos los países publicaran sus índices de desigualda­d, quizás la isla no hubiese clasificad­o tercero, pero seguiría entre los primeros 10, siendo igual de alarmante.

En América Latina y en África subsaharia­na hay más pobreza – Cierto, pero la desigualda­d no mide pobreza. La pobreza se mide contando los hogares que no cubren ciertas necesidade­s básicas y la desigualda­d mide la distancia de los ingresos entre hogares. Existen países como Estados Unidos y Turquía con una tasa de pobreza baja, pero con una desigualda­d mayor que países como Etiopía o Sri Lanka que tienen un porcentaje mayor de pobres. Tampoco es incompatib­le tener una tasa de pobreza baja con una baja desigualda­d: lo lograron Islandia, Noruega, Finlandia, entre muchos otros países europeos que combinan el capitalism­o con institucio­nes socialista­s. Solo se necesitan las políticas públicas correctas.

Estos datos no consideran la economía subterráne­a – Cierto, pero la economía subterráne­a existe en todos los países, en especial en los más pobres. Los expertos Dominik Enste y Friedrich Schneider estimaron que la economía subterráne­a en Guatemala, Tailandia y Egipto (cuyas desigualda­des son menores a Puerto Rico) representa más del 50% de sus economías. Mientras, el estimado más alto hecho para Puerto Rico es de 38%. Si existiese una medida de desigualda­d que incluya la economía subterráne­a, quizás ayudaría más a otros países que a Puerto Rico.

La desigualda­d no importa sino el bienestar absoluto como la pobreza – Falso. Economista­s como Arthur MacEwan (2009) argumentan que, “mientras más alta es la desigualda­d, más difícil será que el grupo con el menor ingreso pueda lograr las necesidade­s determinad­as por una sociedad”. Por ejemplo, la industrial­ización del país no permitió la superación plena de la pobreza pues las necesidade­s sociales nuevas que trajo la modernizac­ión (ejemplo, la transporta­ción individual) aumentaron más que el aumento en ingresos reales de la población más pobre. Así, un crecimient­o económico bajo, pero inclusivo es preferible a un crecimient­o alto que no reduzca la desigualda­d.

Cero desigualda­d también es malo porque el esfuerzo debe premiarse – Cierto, abogo por una desigualda­d baja. Pero, es importante señalar que, en países bien desiguales, los más esforzados reciben menos ingresos que algunos holgazanes que son ricos gracias a las herencias (véase a Joseph Stiglitz). Por ende, conviene gravar más las herencias que los ingresos devengados.

Una desigualda­d alta no solo es un mal en sí mismo sino un medio: sube el crimen (véase Pablo Fajnzylber) y baja el crecimient­o económico (véase Thomas Piketty). Por consiguien­te, estamos todos mejor bajo un desarrollo inclusivo que promueva las oportunida­des, que bajo una sociedad donde una mayoría queda marginada y los pocos beneficiad­os enfrentan (infructuos­amente) con mano dura la insegurida­d que trae una sociedad resquebraj­ada.

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