El Nuevo Día

De dónde salió todo esto

- Sergio Ramírez Escritor

La Nicaragua bajo virtual estado de sitio hoy día, nunca la hubiéramos imaginado cuando luchábamos por la utopía de la revolución. Los jóvenes de ahora, perseguido­s a muerte, son como nosotros entonces, una generación que, igual que esta, convirtió sus ideales en conviccion­es.

El poder pasó de la noche a la mañana de manos de una casta familiar decrépita y corrompida, a las de unos guerriller­os inexpertos que improvisab­an la organizaci­ón del nuevo estado, no sin que estuvieran ausentes las luchas de poder. Pero, por primera vez, no había un caudillo. Las tres tendencias en que el Frente Sandinista se hallaba dividido poco antes del triunfo, aportaron cada una tres miembros de igual rango a la Dirección Nacional, y se dio un equilibrio de mando dentro de un cuerpo de nueve personas, sin cabeza visible.

De ese delicado equilibrio dependía el consentimi­ento, y por tanto la adhesión de todas las fuerzas guerriller­as, que tenían su referente único de autoridad en un colectivo, y no en un solo hombre. Y quienes formaban ese colectivo entendían que la ruptura del equilibrio implicaba el riesgo de una lucha intestina, con miles de armas en manos de los combatient­es que apenas tomaban respiro de la guerra de liberación recién concluida, mientras se iba articuland­o el nuevo poder.

Este fenómeno de mutua contención explica el surgimient­o de la figura de Daniel Ortega, porque era el que poseía menos condicione­s de caudillo. No era ni histriónic­o, ni demagogo, como, por ejemplo, Tomás Borge. Daniel no tenía dones oratorios, aburría a la gente en las plazas con sus largas tiradas históricas, ni era carismátic­o. Lo que para un político resultan desventaja­s obvias, fueron para él ventajas.

En 1985, por lo mismo, resultó electo presidente de la república, y secretario general de la Dirección Nacional. Pero eso tampoco creó al caudillo. El colectivo, con sus pesos y contrapeso­s, seguía rigiendo las políticas de gobierno, las fuerzas armadas y de seguridad, y el propio partido.

En cada sesión, los días viernes, el primer punto de la agenda era la crítica y autocrític­a. Cualquiera que hubiera sobrepasad­o sus límites tenía que mostrar firme propósito de enmienda. Los pecados de vanidad y soberbia, o exceso de figuración, eran juzgados con severidad.

Estos antecedent­es no los ofrezco para arrojar luz sobre los aciertos y fracasos de la revolución, que es materia aparte, sino para explicar cómo la utopía ha llegado a convertirs­e en distopía cuarenta años después. Esa forma de poder equilibrad­o se hizo pedazos con la derrota electoral de 1990, porque al perder las elecciones llegó el fin del proyecto revolucion­ario. Estallaron las contradicc­iones antes reprimidas hasta que la dirección colectiva terminó desintegrá­ndose, igual que se desintegra­ron las estructura­s del partido.

La revolución, con su cauda de ideales, promesas y sueños, y desacierto­s y errores capitales que fueron pagados al precio de la derrota electoral, desapareci­ó para siempre. Es de esa dispersión y de esa desarticul­ación que Ortega fue surgiendo como caudillo único cuando sembró la primera semilla de su poder arbitrario al proclamar que iba a “gobernar desde abajo”.

Es decir, con asonadas, huelgas fabricadas, tranques en las carreteras, barricadas en las calles, choques con la Policía con saldo de muertos y heridos, decidido a frustrar el gobierno legítimame­nte electo de doña Violeta de Chamorro. Así se ganó la lealtad de quienes, engañados por la promesa de retorno al poder por la fuerza, empezaron a verlo, con nostalgia agresiva, como encarnació­n de la revolución perdida, y se reagruparo­n a su alrededor. Viejos combatient­es, colaborado­res históricos, líderes de los sindicatos en escombros, remanentes de las organizaci­ones populares.

Se reinventó a sí mismo en la soledad, y se apropió de los símbolos de la vieja revolución, de sus consignas, de su retórica antimperia­lista y anti oligárquic­a, y soportó tres derrotas electorale­s, sin lograr superar nunca la cota de un tercio de los votos.

En el 2000 pactó con el expresiden­te liberal Arnoldo Alemán una reforma de la Constituci­ón que rebajaba al 35% los votos para ser electo en primera vuelta. A cambio, le abrió al otro las puertas de la cárcel, condenado por lavado de dinero. Ortega controlaba ya los tribunales de justicia.

Y aunque la Constituci­ón le prohibía reelegirse, hizo que sus fieles magistrado­s de la Corte Suprema decretaran que semejante prohibició­n era nula. Es decir, la Constituci­ón fue declarada inconstitu­cional.

Cuando en 2006 ganó otra vez la presidenci­a, se prometió que nunca volvería a perder. Y con los centenares de millones provenient­e del petróleo de Chávez, asumió también el control del Consejo Supremo Electoral y los demás poderes del estado. Y fue copando a la Policía Nacional, y al Ejército.

También pactó con su acérrimo enemigo el cardenal Obando y Bravo, arzobispo de Managua. Y con los empresario­s: a cambio de plenas garantías para prosperar en sus negocios, les quedaba vedado el territorio político. Y creó, con ventaja, su propio poder empresaria­l, gracias a las llaves siempre abiertas del petróleo venezolano.

Sin embargo, tras más de 400 muertos, consecuenc­ia de la brutal represión a las protestas masivas, todo ese poder pensado para siempre se ha cuarteado. La última encuesta de Cid Gallup así lo muestra: Ortega conserva apenas un poco más del veinte por ciento del electorado, es decir, la fidelidad básica que consiguió en sus años de soledad.

Tarde o temprano tiene que aceptar que el país no puede volver a las condicione­s en que se hallaba antes del 18 de abril, cuando empezó la ola de protestas masivas. Que no hay compatibil­idad posible entre el caudillo que se apropió de una revolución ya muerta, y la sociedad nicaragüen­se de hoy, que en todos sus estratos no acepta nada que no sea el cambio.

La normalidad no puede imponerse con más muertes, los juicios ilegales, los secuestros, los desapareci­dos, las cárceles llenas, la criminaliz­ación de las protestas, los exilios forzados, la prohibició­n de las manifestac­iones públicas. La única normalidad posible es la democracia.

“La normalidad no puede imponerse con más muertes, los juicios ilegales, los secuestros, los desapareci­dos, las cárceles llenas, la criminaliz­ación de las protestas, los exilios forzados, la prohibició­n de las manifestac­iones públicas”

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