A Barea le sobran talones
El pediatra mayagüezano Jaime Viqueira fue el primero en comprobar que el recién nacido el 26 de junio de 1984, José Juan Barea Mora, tenía un corazón de león.
Cuando parecía que el recién nacido viajaría rápidamente al más allá por tener un pulmón colapsado al haber tragado mucho líquido amniótico, que amortigua al feto y permite su movimiento libre antes del primer grito de vida, su cuerpecito quiso salirse de la incubadora con tanto ímpetu y rapidez como posteriormente correría sobre los tabloncillos de baloncesto.
Con su madre, Marta y su padre, Jaime, al igual que el resto de sus familiares entrelezados con Dios para su salvación, Viquiera hizo acopio de su experiencia y su visión científica, y les insufló optimismo al afirmarles que ese bebé latía de valentía y que su recuperación sería inmediata.
No se equivocó y se formó así la terna de hermanos con Jason y Jaime Javier, conformando una familia deportista desde la cuna: Marta en tenis y Jaime en waterpolo, cursando estudios en el RUM, mientras ellos eligieron el basket y voleibol como deportes primarios.
Sin embargo, José Juan, el benjamín, fue siempre junto a Jason, quien fuera acomodador en un campeonato voleibolístico superior de San Sebastián, el que se veía obligado a dar más batalla por su talle más chico que ellos y el resto es historia. El llamado Canito arrasó en todas las categorías menores y pudo matricularse en el último año de Miami Christian School, con el cubano Pilín Álvarez de mentor, y posteriormente fue becado en Northeastern University, donde anotó 2,209 puntos, quedando solo detrás de Reggie Lewis, y terminando finalista del premio Bob Cousy, el mejor armador de la NCAA, en 2005 y 2006, pero no fue suficiente para ser escogido en ninguna de las dos rondas del sorteo de la NBA.
Sin acojonarse, José Juan entró a Dallas Mavericks, creció en calidad y popularidad, tuvo un exilio de dos temporadas y media en Minnesota, y en 2014 regresó a su patria chica. Ahora, sus aficionados sufren su grave lesión de la rotura del talón de Aquiles del pie derecho, pero ya él afirmó, sin titubeos, que se recuperará y que no sonarán las campanadas de su retiro.
Su verdadero valor, pues, consiste en saber sufrir para luego hacer feliz a los demás con su hombría, patriotismo y generosidad.