Cuestiones de ciudadanía
Este libro de un profesor estadounidense de derecho sobre la suerte de las aspiraciones puertorriqueñas a la ciudadanía primero y luego a la estadidad tras la anexión de 1898 y hasta la fecha, resulta revelador.
El tranque de la posición de Puerto Rico y los puertorriqueños dentro de la nación estadounidense no yace solo en el sistema tripartita de poder, sino también en otra circunstancia que es, hasta cierto punto, aún más difícil de enfrentar: el racismo que ha caracterizado a la sociedad estadounidense desde sus comienzos y aún persiste tras innumerables esfuerzos y rectificaciones (debatible hace unos cinco años, esto resulta hoy nuevamente evidente). El miedo a las “razas inferiores” (de tez oscura), de cultura y modo de vida diferentes, hizo que se las tildara de “salvajes” y, aún hoy, de indeseables y amenazantes a la “grandeza” estadounidense.
La controversia respecto a otorgarle la ciudadanía a tales gentes empezó incluso antes de la Guerra Hispanoamericana, con el nuevo régimen establecido en el país por las enmiendas 13, 14 y 15 a la Constitución, que buscaban no solo igualdad de derechos para los anteriores esclavos, sino proveer para la eventual incorporación a la nación de los territorios que se iban anexando.
Tales disposiciones -descritas como “la constitución de la reconstrucción”frenaron, tras la Guerra Civil, la adquisición de un imperio. En 1898, sin embargo, el impulso adquisitivo triunfó sobre las restricciones constitucionales. Entraron al imperio tierras pobladas de gentes de diversas razas y culturas: Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas. Se enfrentaron dos tendencias: la constitucional de convertir en ciudadanos con plenos derechos a los habitantes de tales tierras y la renuencia a hacerlo por consideraciones de inferioridad racial, cultural y política. Se impuso entonces una visión híbrida que dejaba las tierras recién adquiridas en una especie de limbo político (en el que aún estamos los puertorriqueños). La rama judicial hizo poco por aclarar esa situación en la serie de “casos insulares”, prefiriendo la ambigüedad a la definición.
Los puertorriqueños encontramos una rémora adicional: convertirnos en ciudadanos implicaría hacer lo propio con millones de filipinos, una “población mestiza y semi-bárbara…inferior a los negros pero semejantes a ellos… que no merecen …los gloriosos privilegios, derechos y funciones de la ciudadanía americana”. A pesar de esfuerzos desesperados como los de Federico Degetau -primer comisionado residente en Washington- a nosotros no nos fue mucho mejor en la consideración estadounidense.
Degetau, el periodista y tipógrafo Domingo Collazo y el líder obrero Santiago Iglesias Pantín se destacaron por sus esfuerzos para conseguir que el gobierno estadunidense nos concediera la ciudadanía y derechos concomitantes. Hubo oposición de diversos ángulos, incluyendo al Secretario de Guerra de EE.UU., Elihu Root, y a George W. Davis, gobernador militar de la isla de 1899 a 1900. Cuando finalmente obtuvimos la ciudadanía en 1917, su propósito no fue facilitar la inclusión de los puertorriqueños a la Unión sino apaciguar sus reclamos y confirmar la intención de Estados Unidos de mantener a perpetuidad el control sobre la isla. No hubo mayores concesione de derechos ni de autogobierno; mucho menos promesas de estadidad.
“El imperio que nunca ha osado decir su nombre” -como lo llama Erman, con cierta gracia- se ha caracterizado por la ambigüedad y la inconsistencia, proyectando señales equívocas y resistiendo las disposiciones constitucionales de igualdad de derechos y las peticiones de estadidad. El triunfalismo y el racismo estadounidenses han prevalecido sobre el impulso democrático inclusivo. La doctrina de los territorios no incorporados, señala el autor, “desconstitucionalizó lo concerniente a la ciudadanía, los derechos y la estadidad en los predios del imperio”.