A masificar la solidaridad
No es un secreto la profunda crisis económica, social y moral que vivimos como pueblo. No pretendo aquí volver a discutir lo que ya se ha hablado hasta el cansancio. Lo que sí me gustaría es analizar aquellas actitudes que hemos asumido y que nos llevan barranco abajo.
Los que somos católicos sabemos, o al menos deberíamos saber, que el magisterio de nuestra Iglesia nos llama a practicar la solidaridad. Esta invitación a ser solidarios sobrepasa el ámbito del catolicismo. Como sociedad, debemos practicar activamente la solidaridad. Ser solidarios es sentirnos responsables del bienestar de nuestro prójimo (vecino, familiar, desconocido). Pero no es quedarnos en el sentimiento. Mucho más importante es poner en acción ese sentimiento.
Ser solidario es un llamado a salirnos de nuestra zona de comodidad y ensuciarnos las manos trabajando por aquellos a quienes nadie mira, los que no son importantes, los que no son parte de nuestro entorno íntimo. En un Puerto Rico donde vivimos en una constante crisis, no es difícil encontrar uno de estos hermanos que necesiten nuestra ayuda.
Vivimos acostumbrados a culpar de todo al gobierno, en muchas ocasiones con razón. Pero lo que quiero proponer es que no nos podemos quedarnos en la crítica. Debemos sentirnos interpelados por el dolor de tantos hermanos y hermanas nuestros que día a día pasan penurias para sobrevivir. Sí, hay que denunciar y criticar, pero también tenemos que actuar.
Hoy, más que nunca, es imperativo que dejemos nuestros intereses y egoísmo a un lado y pongamos nuestros talentos al servicio del que más necesite. Aquella visión de que todo está bien mientras no me toquen mis intereses es insostenible. Por el contrario, atenta contra nuestra propia sobrevivencia.
Todos conocemos personas que sufren en nuestro entorno. Aquellos niños, niñas, y jóvenes que, no solamente carecen de recursos, sino que carecen de apoyo emocional y espiritual. En fin, candidatos perfectos para la delincuencia. También conocemos quién está desempleado, al anciano que vive solo, al desposeído, al deambulante. Son tantos los hermanos que necesitan.
Es nuestro deber ciudadano poner nuestros talentos al servicio de esos menos afortunados sin esperar remuneración a cambio. Los que tenemos (riquezas, talentos, tiempo) estamos obligados a compartirlos con los que carecen de todo. No lo debemos ni podemos hacer para que se nos reconozca, premie o ensalce. Tenemos que hacerlo porque es nuestra responsabilidad con nuestra sociedad y con las generaciones venideras. Lamentablemente, nuestra sociedad se ha ido deshumanizando paulatinamente. El consumo, el individualismo y el egoísmo opacan y oprimen nuestra naturaleza social. Por eso, no nos importa nuestro prójimo ni sus sufrimientos. Vivimos en la época del “sálvese el que pueda”, del “todo está bien mientras yo esté bien”, de “todo se vale si yo lo quiero”.
Las consecuencias de esas actitudes las sufrimos todos cada día. Aunque tratemos de engañarnos pensando que en mi burbuja todo está bien, eso es solo una falacia. La factura la pagaremos tarde o temprano; nosotros o nuestros hijos.
Para salir de este atolladero en el que vivimos es necesario masificar la solidaridad. Tenemos la obligación de salir de nuestra comodidad, enfrentar la vida con valentía y buscar el bien común. Procurar que cada uno tenga lo necesario para una vida digna. Pero en esta lucha no podemos buscar chivos expiatorios. El desmadre gubernamental no puede ser justificación para no hacer nada. Incluso el hecho de que algunas personas no quieran dejarse ayudar, tampoco puede ser excusa. Si queremos un mundo mejor y más justo, lo tenemos que construir. Fue precisamente esto lo que nos invitó a hacer Jesús de Nazaret. Él no se amilanó ante los retos, rechazos y prejuicios que le tocó enfrentar para hacer realidad el Reino de los Cielos. El momento es ahora, tomemos acción.