De carretas y carretones, aburrimientos y santificaciones
Que nos moriríamos de nada auguró Palés Matos en otros tiempos. Ahora nos moriremos de frustración, enfrentando -con nervios crispados- los retos cotidianos que nos convierten en filósofos, si no en santos. Vivir soñando, como Segismundo, eso quisiera el puertorriqueño o -parafraseando a santa Teresa- vivir sin vivir aquí, mientras evade, como Hamlet, la realidad. Lo cierto es que necesitamos la paciencia de Job, el pensamiento increíblemente profundo de Bad Bunny (¿tá tó bien cuando vemos que tó tá mal?) y la fuerza inenarrable de Shazam para sobrevivir. Pero ya no nos aburrimos.
¿Cómo hacerlo si cada salida a la calle supone una aventura exhilarante en que nos jugamos la vida? Tomemos por caso el intento inevitable de transitar por un cruce cuyo semáforo no funciona desde hace año y medio a pesar de que reglamenta el tráfico de una céntrica esquina de Hato Rey. Al igual que la valiente caballería ligera en Gallipolli, entramos a la carga en el cruce, dispuestos a pasar o a morir, atacados por delante, atacados por detrás, atacados por los lados por automóviles que vuelan -más que ruedan- por las calles. Imposible
eludir choques catastróficos; imposible obviar la nutrida banda sonora de bocinazos, gritos, chirriar de gomas (y de dientes), imprecaciones y maldiciones escalofriantes que ameniza la ocasión. Es el episodio diario de una película de horror. Cinco calles se encuentran allí, cinco desembocan en ese cruce cercano al centro de todo y a la milla de los millones. Innumerables son los desafíos a la ansiada permanencia en este mundo, no por cruel menos deseable. ¿Quién, que es, puede aburrirse?
Gracias a la cortesía exquisita de la AEE desarrollamos, por otra parte, las magníficas virtudes de mansedumbre y paciencia. Nos ayudan los apagones (no por breves menos cotidianos) que dañan enseres y borran -en un santiamén - el trabajo del día en la computadora. Esa agencia providente nos brinda la oportunidad de fortalecer el temple (y las piernas) mientras corremos de un lado a otro, trasladando el contenido del refrigerador a la casa de algún buen samaritano con planta generadora.
La Autoridad ¡tan considerada! se empeña en elevarnos a los altares. Para ello ha elaborado torturas telefónicas exquisitas. Los llamamos con humildad de santos, les suplicamos con lágrimas de mártires, les implorándoles por sus madres (con alusión mental reservada a su posible ejercicio de profesiones poco edificantes) que nos devuelvan la luz, el agua, la normalidad. Pero los dioses del Olimpo burocrático se dan puesto. Nos mantienen en vilo: ¿contestarán o no el teléfono? ¿resolverán o no el problema? Inmóviles en el banco de la paciencia que todo lo alcanza, esperamos. A veces, nos contestan. No hay que cantar victoria, sin embargo; entonces es que aprietan las tuercas del martirio: “no es aquí adonde debe llamar”, oímos, o “llame usted mañana (o pasado, o el día de San Blando)”. Aguzados, desciframos el subtexto: “no moleste más que no se lo van a arreglar”; “aprenda a vivir sin teléfono, sin agua, sin luz…. sin gobierno…” (en eso estamos).
Suscritos a la filosofía ancestral codificada en joyas del saber como “No hay mal que dure cien años (ni cuerpo que lo resista, ni médico que lo cure, ni medicina en botica”), nos dejamos pasar por encima carretas y carretones. Pero ya llevamos más de un siglo de males padecidos cuatrienio tras desdichado cuatrienio. Es hora de exigir cuentas claras y chocolate oscuro, cero despilfarro y buen servicio. “Voz del pueblo, voz del cielo”, dicen, pero no nos oyen. ¡A gritar más alto, que el futuro es de los valientes! Los demás se quedarán sin él.
“Suscritos a la filosofía ancestral codificada en joyas del saber como “No hay mal que dure cien años (ni cuerpo que lo resista, ni médico que lo cure, ni medicina en botica”), nos dejamos pasar por encima carretas y carretones”