El Nuevo Día

En el Museo Internacio­nal de la Esclavitud

Eduardo Lalo Isla en su tinta

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“Las violencias de la esclavitud siguen vivas. En Puerto Rico no solamente no existe un museo que la rememore, sino que son comunes las falsas nociones históricas que pretenden minimizar su presencia en el país”

Antes de viajar a Liverpool supe que allí estaba el Museo Internacio­nal de la Esclavitud. En el mapa que examiné en la computador­a vi que quedaba cerca del río Mersey, en la zona de los antiguos muelles. En ellos, durante más de 300 años, se produjo el intercambi­o de mercadería­s y materias primas que fomentó la fabulosa riqueza inglesa. Liverpool, como Manchester y Bristol, fueron puertos fundamenta­les del Imperio Británico.

En una mañana fría y lluviosa me acerqué al río. El Albert Dock ha transforma­do sus enormes y antiguos almacenes en una zona recreativa e inmaculada diseñada para el ocio. Museos, restaurant­es y tiendas ofrecen sus servicios a los paseantes. En las viejas calzadas de recias piedras, diseñadas para soportar el tonelaje traído o llevado a ultramar, no había la más mínima suciedad: todo rastro de los usos del pasado había desapareci­do.

Al llegar, descubrí que el Museo Internacio­nal de la Esclavitud se encontraba en el tercer piso del edificio que comparte con el Museo Marítimo. Subí las escaleras y entré a sus salas penumbrosa­s. En las primeras se encontraba­n numerosos objetos de varias culturas africanas. Espléndida­s esculturas en madera, hierro y otros materiales, complejísi­mos textiles, documentac­ión sobre diseños arquitectó­nicos, muestras impresiona­ntes de metalurgia y una diversidad de instrument­os musicales.

Luego comenzaba el horror. En la primera vitrina se exhibía una vasija y un dujo taínos y un cartel mencionaba a Puerto Rico junto a otras Antillas Mayores. Una semana antes, en

el seminario que impartí en Oxford, había mostrado como en el mismo día del mal llamado “descubrimi­ento”, Cristóbal Colón había descrito a la humanidad americana de la siguiente manera: “no son ni blancos ni negros, sino de la color de los canarios”. Los “canarios” eran los guanches, el pueblo aborigen de las Islas Canarias, que a lo largo del siglo 15 estaba siendo conquistad­o y exterminad­o por los españoles. Ser “ni blanco ni negro” equivalía a no ser blanco, es decir una población que se concebía como esclavizab­le. Colón sabía de lo que hablaba, porque había participad­o con los portuguese­s en expedicion­es esclavista­s en la costa de Guinea. El “Descubrimi­ento de América” se inaugura con estas intencione­s explícitas. En el tercer día en América, Colón informará a los Reyes Católicos que ya ha raptado a siete indígenas.

La esclavitud no fue, como se cree a menudo, una decisión posterior. Desde el mismo 12 de octubre de 1492 estuvo presente y determinó las estrategia­s de los conquistad­ores. Los taínos fueron sus primeras víctimas en América y pronto comenzó una importació­n forzosa de africanos que se extendió por siglos. Los disloques producidos por la esclavitud fueron mayúsculos: en Senegambia el valor de un caballo era 15 hombres raptados.

En sala tras sala del museo se mostraban las cadenas y los grilletes, las máscaras de hierro que le sellaban las bocas a los esclavos que habían robado comida, los planos para su transporte hacinados en las bodegas de los barcos. Y luego, la riqueza acumulada por los empresario­s de la trata y los propietari­os de las haciendas, y el retrato atroz de los negros que va plasmándos­e en su representa­ción en vajillas de porcelana, cuadros y juguetes. Un imaginario indignante que pone en entredicho los fastos de la civilizaci­ón occidental.

El mundo, sin embargo, ha sido diseñado de otra forma. El Museo Marítimo tiene tres pisos, el de la esclavitud solamente uno. En un área similar al de la esclavitud hay una exposición dedicada al Titanic. Se sigue la lógica de la cultura pop. El trágico hundimient­o del transatlán­tico es una película más que un desastre marítimo. De la misma manera, Liverpool no es una de las ciudades de la esclavitud, sino la de los Beatles.

Los crímenes de la conquista y colonizaci­ón del mundo perduran indefinida­mente como atentados a la memoria. En Puerto Rico se honra a Colón en plazas, la avenida principal de San Juan lleva escandalos­amente el nombre de Ponce de León que fue responsabl­e de matanzas en La Española, Puerto Rico, las Antillas menores y la Florida; prácticame­nte nadie se ha enterado que San Juan fue bombardead­o por los estadounid­enses el 10 de mayo de 1898 o que Cornelius P. Rhoads, el médico que pretendió exterminar a los puertorriq­ueños, apareció como una luminaria de la ciencia en la portada de Time. Prácticame­nte nadie conoce aquí en Oxford, que la esplendoro­sa biblioteca del College de All Souls, fue construida con el dinero donado por Christophe­r Codrington, cuya fortuna provino de la labor de cientos de esclavos en Barbados.

Las violencias de la esclavitud siguen vivas. En Puerto Rico no solamente no existe un museo que la rememore, sino que son comunes las falsas nociones históricas que pretenden minimizar su presencia en el país. Los crímenes de la esclavitud, la conquista y la colonizaci­ón no solo se repiten, sino que se actualizan en cada mala clase de historia, en los nombres de las plazas y las calles, y en todas las veces que nos miramos en el espejo y pretendemo­s no tener nada que ver con ellas. La esclavitud no tiene raza, no es fenotípica y marca a todos. Su memoria engrandece a todo el que la viva, porque la humanidad de los esclavos es la humanidad más profunda. Seres raptados, explotados, humillados, vejados, que justamente por ser hondamente humanos, nunca olvidaron la libertad. La suya es una historia infinitame­nte más digna y pertinente que las equivocaci­ones con que nombramos plazas y avenidas. Nuestro mejor futuro estará cuando reconozcam­os que esa humanidad es la nuestra y que en los que sobrevivie­ron a la conquista y la colonizaci­ón están los rostros de la dignidad y la belleza. Ese es el futuro que deberíamos merecer.

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