“Batata & Associates”
Confieso que tiemblo de desconfianza cuando leo los títulos de compañías de servicios de consultoría a la legislatura: V&C Legal Service, Jafr Consulting Co., Estrategia Communications, Inc., KEM Consulting. Benjamín Torres Gotay aglutinó en una frase rotunda -“Batata & Associates”—la sospecha de fraude que suele ir escondida tras compañías espectrales de servicios de consejería. Los legisladores se sirven de dichos asesores, casi todos presumidos fantasmas, ignorando que la legislatura tiene a su disposición un servicio de consultoría para esos precisos fines. Quizá la oficina se ha vuelto inoperante por falta de uso, pues hace mucho no se sabe de ella.
Ofende a los profesionales del país que los legisladores dispongan de todos estos consejeros -a veces hasta de una veintena por legisladorpara que los ayuden (o les hagan su trabajo). Es como si los médicos, profesores o abogados tuviéramos decenas de ayudantes que hicieran las labores por nosotros. Esto arrojaría dudas sobre nuestra competencia profesional, cosa que sucede al presente con los ocupantes del Capitolio, pues a todos nos asalta la sospecha de que si eligiéramos a legisladores más aptos, no necesitarían de una ayuda tan monumental para llevar a cabo sus gestiones. No solo monumental, sino “patética”, porque las recientes investigaciones han dejado en claro que algunos “consultores” ni siquiera tienen un título universitario. Incluso otros administran negocios de comida rápida o bien son co-propietarios de discotecas. Pero algo sí tienen en común estos asesores fantasmas además de su usual falta de preparación para la consejería que pretenden dar: son políticos derrotados, personas oportunistas que inscriben su compañía de consultoría tan pronto gana su partido, o bien familiares y amigos de los legisladores y políticos de turno.
Resulta muy difícil dar con el caso de un asesor que pueda demostrar más allá de toda duda que su trabajo era imprescindible para el legislador que lo contrató, o que haya completado cabalmente las horas asignadas por sus jugosos contratos de $100 o $140 la hora. Al momento de facturar, los fantasmas describen convenientemente sus servicios de manera borrosa:
“relaciones públicas”; “atención a los constituyentes”; “manejo de crisis” (¿cuáles?); “visitar agencias públicas y entidades privadas en seguimientos de asuntos planteados por los ciudadanos” (El Nuevo Día, 9 de octubre). El escenario se vuelve más opaco porque a veces estos servicios de consultoría tan caros y tan misteriosos ni siquiera los da el asesor contratado, sino alguno de los empleados que subcontrata. Para más enigma, los asesores a sueldo no se dejan entrevistar por la prensa y rehúyen dar información real de su trabajo, amparándose en la nueva ley de datos abiertos, que tan flaco servicio le está haciendo al país. Incluso es cuesta arriba para la oficina de la Contralora descifrar las ambigüedades que descubre en las auditorías que hace a estos contratos de asesoría. No es mucho sospechar que las acusaciones que el gobierno federal ha logrado hacer a un mísero puñado de empleados “incorpóreos” de la legislatura sea tan solo la punta del témpano de una corrupción estructurada de manera sistemática. Dicha delincuencia es un secreto a voces, por lo que extraña que sean tan pocos los asesores fantasmas --y los legisladores que los contratan a sabiendas de que no harán nada-- los que lleguen a su cita con la justicia. Como si fuera poco, el gobierno de Trump se ampara justamente en irregularidades como esta para frenar los fondos de recuperación que son nuestros por derecho propio. (Todo ello, a despecho de que Washington sea cinco veces más corrupto que nuestro país, como recuerda oportunamente el Dr. Fernando Cabanillas (El
Nuevo Día, 20 de octubre).
Aunque lo que digo es archisabido, me atrevo a pensar en posibles soluciones a este espinoso problema nacional. Sugiero que, de cara a las elecciones, los partidos abolan de un plumazo a los consultores fantasmas de la Legislatura. O que, al menos, ofrezcan en su plataforma restricciones draconianas a dichos empleados, para que pueda retoñar la Oficina oficial de asesoría que ya existe.
Un país mide su grado de civilización por el respeto que le merece la educación, clave de su futuro. Por eso me animo a proponer también que el ahorro monumental resultante de esta medida pase al fondo recurrente de la Universidad de Puerto Rico. Más que pagar a espectros, ¿no resulta más urgente salvar la Universidad pública del país, que se hunde sin remedio? No ha cesado el peligro de que la Middle States nos niegue la acreditación en el futuro, pues no tenemos los fondos para ocupar las plazas docentes nuevas que garanticen al estudiantado una educación adecuada a los tiempos. Tampoco podemos sufragar los recintos, ni pagar el sistema de retiro del que dependen las pensiones futuras de los docentes activos y retirados. Mucho menos nos es dado bajar la cuantiosa matrícula con la que hemos castigado a los estudiantes. Un claustro entero en la ruina; un estudiantado a la deriva, una Universidad sin par echada a perder. No olvidemos que la UPR es una Universidad pública, no una entidad privada que pueda recurrir con holgura a otro tipo de solución fiscal.
Y ya que estoy reclamando para mi alma mater, propongo también que si se logra que Estados Unidos corra con los gastos de la controvertible Junta de Control Fiscal, ese otro inmenso ahorro vaya también al rescate de la Universidad de Puerto Rico y a la rehabilitación real de nuestro sistema educativo.
No es mala idea canjear los fantasmas por una educación vibrante y reinventarnos a Puerto Rico de una vez por todas.