DÍAS DE NOVIEMBRE
Y llegaba el día, ese día que casi siempre era solo otro día libre de los libros y las asignaciones. Era, para más, un día que te relacionaba, te emparentaba, con el papel. Y tantas veces en el breve espacio de esas 24 horas lo que se hacía era descansar, comer y pensar por qué ese día se llamaba así, porque eran los árboles los escogidos para ese homenaje que – la verdad sea dicha – cuando niños solo representaba un respiro y una invitación.
Era una invitación porque las escuelas y los colegios – por lo menos el mío – lo había colocado en su calendario el día después de Acción de Gracias, cuando todavía el olor y el sabor del pavo y los arándanos y las batatas y la tarta de manzana convocaban y casi obligaban a probar nuevamente las delicias que habían quedado del día anterior. Era un día lindo, un día de reciclaje de comida, el gran día de las deliciosas sobras.
Aunque oficialmente se celebraba el 27 de noviembre, en esos tiempos colegiales, realmente y siempre el día libre era el día después de Acción de Gracias.
Hasta que un buen día, de momento, ese viernes esperado cambio de color. Era negro. Ahora era “Black Friday”. Y todo el mundo al parecer comía y se amanecía en el centro comercial de su preferencia y esperaba y esperaba y esperaba hasta que las puertas se abrieran y el primer pensamiento de esos viernes ya no era ni el árbol ni la comida, solo comprar y comprar y ahorrar y ahorrar.
Cambios ha habido. Ya ni amanecerse para comprar, ni comer para engordar. Ese viernes sigue siendo algo indefinible, aunque siempre se le ha colgado alguna definición.
Hay que quedarse con la brisa de los árboles, con los árboles de los que se saca el papel, con el papel con el que se hacen los libros, con los libros que invitan a pensar. Y quizás algunas compras que alegren los árboles y los días.