Aires enigmáticos
Un hálito enigmático recorre las páginas de esta novela “negra” que carece de muchas de las señas usuales del género. En su centro hay, ciertamente, un misterio, posiblemente un crimen: la desaparición de un profesor universitario. Más allá de ello, la narración no se precipita a resolver el caso; más bien teje -con lentitud - las coordenadas de una serie de situaciones que rodean la desaparición. Lo hace con los hilos sueltos de los recuerdos de diversas personas con viejas culpas que esconder o viejas revelaciones que ofrecer en un mundo que ha olvidado ya lo uno y no se interesa mucho por lo otro. Tal descolocación de los personajes respecto a su realidad contemporánea crea perspectivas extrañas y equívocos persistentes.
Quien debe reconstruir el rompecabezas de la desaparición del profesor y encontrar a sus posibles perpetradores es un antiguo alumno suyo, Juan González. Él va reconstruyendo un pasado que se remonta a la guerra de Corea (y a un incidente específico dentro de ella) y que incluye la escritura de una novela posiblemente controversial. Para ello entrevista a cuatro de los antiguos compañeros del desaparecido Gerónimo Miguel Chaves, entre quienes se encuentra una novia de juventud.
Mientras tanto, un segundo eje temático (la novela escrita por el profesor con el mismo título que la que estamos leyendo) alterna con el primero, imponiendo otro plano de lectura. Describe la atracción -devenida en pasión avasalladora- entre un hombre recién divorciado y una mujer casada, atracción que se consuma en un plano situado en el terreno ideal del mito.
Lo mejor de la novela son las descripciones de personajes y ambientes. El autor, maestro en tales evocaciones, como demostró en su reciente libro de cuentos, “La isla en el horizonte”, resalta el detalle, el matiz (de una sonrisa, un tono de voz, un gesto). Lleva las idiosincrasias personales al nivel de “gran plano” (“Ella compartía con el amigo no solo la chispa y el sentido de humor que lo caracterizaban, sino también, aunque en menor medida, el momentáneo desasosiego y la mirada turbada que, como sombras fugaces, con frecuencia acosa a aquéllos que bromean sin tregua…” ). La ambientación es impecable: sentimos el sonido persistente de las olas, el movimiento desestabilizador (de cuerpos y pensamientos) de una lancha y vemos el sesgo de la luz, el brillo de las hojas. Todo ello ejerce un hechizo sobre el lector. La tentación es concentrar en ello en desdoro de una trama que tarda en definirse y se diluye, precisamente, por la precisión vívida y esmerada de las descripciones.
La acción -recordada, imaginada o actualde las diferentes vertientes de la novela, por otra parte, se refiere a los años cincuenta, momento de enfrentamientos globales y locales (no menos cruciales por olvidados), cuando la represión política afectó a muchos (en Estados Unidos y en la Isla) y una guerra lejana -en Corea- exigió la participación de los puertorriqueños.
Con todo, la novela no llega a ser enteramente eficaz. Sus mismos aciertos en la descripción de ambientes y personajes le restan dirección y fuerza a una acción cuyo desarrollo se dilata y cuyo impacto se pierde a menudo. La extensión mayor de una novela de este género depende, en gran parte, de una acción que puede darse en diferentes planos pero que debe dirigir el texto, encaminándolo certeramente hacia una resolución. Distraído con las flores del camino, el lector se extravía del sendero misterioso que no solo llevará a descifrar el enigma sino también a explorar la relación entre imaginación literaria, realidad e historia.
El libro tiene una prehistoria. Publicado inicialmente en 1994 por la Editorial de la Universidad de Puerto Rico, la versión actual es fruto de una revisión total por parte de su autor.