El dilema de Hong Kong
Después de seis meses de manifestaciones, Hong Kong es un desastre, con su reputación de eficiencia hecha trizas, su economía en una recesión y sus caminos y vías férreas bloqueadas con frecuencia. Y no hay fin a la vista.
Eso presenta un dilema para quienes admiran y apoyan el movimiento de protesta, pero que rehúyen la idea de que un enclave tan singular y vibrante se autodestruya. La situación es complicada por el hecho de que el movimiento no tiene un liderazgo al cual echar porras o advertir.
Sin embargo, a final de cuentas, quienes atesoran la libertad no tienen más opción que apoyar las manifestaciones, como lo hace un proyecto de ley que acaba de ser aprobado por el Congreso de Estados Unidos con un margen a prueba de veto.
Las protestas podrán ser contraproducentes, destructivas, acéfalas e incluso inútiles, pero por estas mismas razones son una muestra auténtica y de autosacrificio de que las personas que han conocido la libertad, incluso en un grado limitado, se rehúsan a renunciar a ella.
Es dudoso que Xi Jinping, el autoritario líder chino, comprenda la resistencia o el anhelo. Quienes llegan a la cima de un sistema autoritario, hermético y coercivo como el de China, están formados para creer que se puede controlar a toda la gente en todo momento, si solo se puede encontrar la combinación precisa de garrotes, zanahorias, mentiras y filtros a la información.
Lo que Xi sí comprende instintivamente es la amenaza presentada por Hong Kong mientras él realiza una ofensiva de propaganda global, respaldada por el atractivo del enorme mercado chino. Sabe bien que una represión estilo Tiananmén sería desastrosa para el prestigio y la imagen de China. Pero cree que dejar que los manifestantes se salgan con la suya mostraría debilidad y potencialmente alentaría a minorías reprimidas en China, como los uigures, kazajos o tibetanos, a pelear por sus derechos.
A falta de una manera de ganar los corazones o mentes de los habitantes de Hong Kong e incapaces de ceder a sus demandas, los líderes en Beijing y quienes les son leales en Hong Kong, incluyendo a la administración encabezada por Carrie Lam, no ven alternativa a ejercer una fuerza policial aún mayor. Y eso solo sirve para inflamar más a los manifestantes.
Asimismo, los gobiernos extranjeros enfrentan un dilema. Del lado comercial, un apoyo abierto a las manifestaciones podría llevar a la pérdida de negocios con China.
El presidente Donald J. Trump se ha mostrado principalmente callado respecto a las manifestaciones más recientes, incluso mientras forcejea con Xi en materia comercial. También está el problema de apoyar manifestaciones en las que los manifestantes han recurrido a la violencia, aun si la violencia policial ha sido mucho mayor. Nada justifica el prenderle fuego a un oponente, como aparentemente lo hizo un manifestante.
Estos incidentes de violencia deben ser condenados, pero son inevitables en las crecientes confrontaciones con la policía. Una cosa es innegable: en esta dolorosa y prolongada confrontación, el pueblo de Hong Kong tiene la autoridad moral de su lado al estar resueltos a decidir su propio destino.
No hay forma de predecir cuánto tiempo se prolongarán las protestas, o cuál será su desenlace. Pero la gente de Hong Kong merece apoyo y no debe quedarle duda a Xi que una intervención violenta conllevará un precio alto e inmediato.
La medida bipartidista estadounidense, el Acta de Derechos Humanos y Democracia de Hong Kong, acusa al gobierno chino de crear más caos y advierte mayores sanciones. Por más doloroso que sea atestiguarlo, esta es una lucha que el resto del mundo libre debe apoyar. La acción del Congreso es loable.