La década de la resurrección
Benjamín Torres Gotay Las cosas por su nombre
Cuando llegó la década que en dos semanas despediremos con besos y sayonaras, Puerto Rico era un rompecabezas con las piezas desperdigadas sobre una mesa, sin que encontráramos cómo armarlo. Cuando se vaya, el 31 de diciembre de 2019, y llegue entre fuegos artificiales, confetis y disparos al aire el 1 de enero del 2020, trayendo a rastras una nueva década, estaremos todavía mirando el reguero sin saber por dónde empezar.
Parecería que estuvimos diez años corriendo bicicleta estacionaria. Quemamos calorías en bruto, pero no avanzamos ni una pulgada. O que quisimos subir por una escalera eléctrica que iba hacia abajo; cada paso nos dejaba donde mismo. O que nadamos contra la corriente; entre brazada y brazada, el río nos devolvía a donde salíamos.
No fueron pocas las veces en que parecía no solo que no avanzamos, sino que nos retrasamos también.
La crisis fiscal fue el carimbo de esta década, la bola de acero encadenada a la pierna del país. En el decenio anterior, había sacudido su cola de dragón y en este ya nos abrasó con su aliento incandescente. Sacó de aquí a cerca de 700,000 de los nuestros. Obligó al cierre de casi la mitad de las escuelas públicas y a triplicar el costo de la Universidad de Puerto Rico (UPR). Su peso hizo caer el orden constitucional y nos devolvió al más clásico y bochornoso régimen colonial. Causó sufrimiento y crujir de dientes en toda la isla.
Es lo peor que nos ha pasado en muchas décadas.
El primer gobernador de la década, Luis Fortuño nos tenía dormidos en el 2010 con su “salvamos la casa”. Él creía haberlo logrado (o nos quería hacer creer que él creía) despidiendo a miles de empleados públicos en el primer año de su administración.
Pero, a la misma vez, le metía $17,000 millones a la deuda y se sopleteaba cerca de $7,000 millones que nos tocaron por carambola del plan de estímulo económico aprobado por el gobierno de Estados Unidos. Con mucho de ese dinero, se fue tratando de mantener a flote un aparato público que hace tiempo que no aguanta más.
El segundo gobierno de la década fue de Alejandro García Padilla, quien estuvo balanceándose en la cuerda floja de la bancarrota, tratando desesperado de mantener, al menos, la nariz por fuera de la marejada que nos ahogaba, hasta que en el verano de 2015 (justo a la mitad de la década) alzó las manos, dijo no más y puso en la portada de The New York Times aquella frase que seguirá retumbando por décadas en nuestra conciencia colectiva: “The debt is not payable”.
Un año después, con el martillazo de Promesa y la Junta de Supervisión Fiscal, los americanos nos metieron en un estrecho cuarto (palabras de José Carrión III) dentro del cual vivimos apiñados, claustrofóbicos y frustrados.
En campaña, Ricardo Rosselló le reía las gracias a los bonistas y apenas en el cuarto mes de su gobierno declaró la bancarrota.
Con todo y eso, nadie puede decir que ha descifrado el jeroglífico de nuestras finanzas. En diez años, bebimos “medicina amarga”, le dijimos “me vale” al mundo financiero y hasta amenazamos con ir presos antes de obedecer a la Junta.
Mas luego del drama, los incontables arrebatos y las grandes afectaciones, estamos aún en el 1 de enero de 2010: con un gobierno que cuesta más de lo que podemos pagar.
La parálisis ante la crisis fiscal muestra cómo nos hemos enfrentado durante la última década (o por mucho más en algunos casos) al resto de nuestros enormes desafíos. Dándole vuelta a la noria, evitando mirarlos de frente, haciendo siempre lo mismo, aterrados de tratar cosas distintas, con la demente esperanza de que actuando igual nos vaya distinto.
Así, por ejemplo, se nos escurrió, como agua entre los dedos, otra década sin poder hacerle frente a nuestro terrible problema de violencia.
Creemos que como ahora los asesinatos son más o menos la mitad de los que fueron en 2011, el año más violento de nuestra historia, vivimos en el paraíso. No es así. Cientos de asesinatos cada año en una isla no es normal. Lo hemos normalizado porque creemos que no tiene solución. La tiene. No de un día para otro. Pero, si hubiésemos empezado en 2010, hoy tendríamos un problema mucho menos grave.
Otra década también se nos fue sin avanzar nada en la solución del problema del status.
Hubo dos desarrollos interesantes. En la consulta de 2012, el 54% votó contra el status territorial. Ya no se puede hablar, por lo tanto, de colonia por consentimiento. Además, dos veces (en 2012 y en 2017) hubo resultados a favor de la estadidad. Ambos resultados, por supuesto, tienen asteriscos, y bien grandes. Pero fueron presentados en Washington como legítimos y Washington no le hizo ningún caso.
Tampoco encontramos, en esta década, el modelo económico que nos saque de la ciénaga del subdesarrollo, ni ideamos los mecanismos para acabar con la corrupción, ni pudimos resolver la monumental crisis que afecta a nuestro sistema de educación pública, que siguió siendo, durante prácticamente toda la década, botín de politiqueros y corruptos.
Pero no todo fue pérdida y eso es lo que debemos notar para entrar energizados a la nueva década. Aparecieron, en los últimos años de la década, las señales de que el próximo decenio puede que no sea igual. Palpita, cerca del horizonte, una pequeña luz que nos permite albergar la esperanza de que, al concluir otra década de parálisis, puede que estemos en el umbral de un tiempo mejor.
Cuando el huracán María destruyó a Puerto Rico, como ningún otro fenómeno natural lo había hecho en muchas décadas, múltiples comunidades abandonadas por el estado fallido, se levantaron por sus propios medios y establecieron lazos de solidaridad y autogestión que han mantenido desde entonces. Ese fue el caso, entre muchos otros, de la comunidad Las Carolinas, en Caguas.
En el último verano de la década, se vio además que, contrario a lo que se nos ha querido inculcar, el pueblo de Puerto Rico no siempre va a aceptar de buena gana los abusos. El país salió a la calle y sacó por la puerta de atrás de la historia a un gobernador que creía que podía burlarse de nosotros.
Se vio, en esa experiencia y en otras, que hay una nueva generación de puertorriqueños y puertorriqueñas que solo conoce crisis, que no le gusta el país que les fue legado por los que estuvieron antes, que tiene bien claro quién fue el que destruyó una isla con tanto potencial y que está lista para intentar otras vías.
De ahí, es que viene la crisis en que está, por ejemplo, el bipartidismo, que aunque todavía tiene al país enlazado, su poder es mucho menor que antes y hay fuertes indicios de que seguirá debilitándose.
Podríamos dejarnos vencer por la apatía y por la frustración y permitir que nos convenzan de que los diez años que están por concluir fueron simplemente otra década perdida. Pero, entre las ruinas, florece también la esperanza de que, en la bancarrota, en el desplome, en la destrucción, en la corrupción y hasta en la infame persistencia del coloniaje, fermentaba también la semilla de un tiempo de resurrección que está por comenzar.
Afinen el oído y lo van a escuchar.
“Estamos aún en el 1 de enero de 2010: con un gobierno que cuesta más de lo que podemos pagar”