Relación política en ruinas.
En 1991, llegué a Detroit para mi primera visita a Estados Unidos. Mis anfitriones, de la ahora desaparecida Agencia de Información de Estados Unidos, estaban decididos a mostrarnos a mí y a otros búlgaros en mi grupo no solo el sueño americano, sino el otro lado de la moneda. Antes de que pudiéramos recorrer la ciudad, recibimos instrucciones sobre cómo comportarnos en lugares presuntamente peligrosos.
Nuestros anfitriones estadounidenses fueron claros al decir que si no queríamos convertirnos en víctimas, no deberíamos comportarnos como tal. Caminar por el medio de la calle y mirar nerviosamente a nuestro alrededor con la esperanza de divisar a un oficial de Policía solo incrementaría la probabilidad de ser asaltados. Mantengan la compostura, enfatizaron.
Desde la elección del presidente Donald J. Trump en el 2016, los europeos hemos seguido ese mismo consejo en lo que se refiere a política internacional. Nuestra atención está centrada en no permitirnos parecer víctimas, con la esperanza de que esto evite que seamos asaltados en un mundo abandonado por su alguna vez confiable alguacil.
Al tiempo que Trump ha insultado instituciones internacionales y abandonado aliados, los creadores de políticas de este lado del Atlántico intentan navegar una delgada línea: por un lado, quieren protegerse en caso de que Washington le dé la espalda a Europa, por otro, quieren asegurar que el protegerse no distancie aún más a la administración Trump.
Por consiguiente, las políticas europeas hacia EE.UU. han oscilado entre alardear sobre nuestra capacidad de hacer todo por nuestra cuenta y fingir con pánico que todo sigue como antes. Vean, por ejemplo, cuando el presidente francés Emmanuel Macron afirmó que la OTAN experimentaba una “muerte cerebral” y la canciller Angela Merkel, de Alemania, respondió con rapidez que “la OTAN sigue siendo vital para nuestra seguridad”.
Está emergiendo un nuevo consenso europeo sobre las relaciones transatlánticas. Hasta hace poco, las esperanzas de la mayoría de los líderes europeos estaban amarradas al resultado de las elecciones presidenciales de EE.UU. Si Trump pierde en el 2020, creían, el mundo regresaría de algún modo a la normalidad.
Todo eso ha cambiado. Aunque gobiernos amistosos con Trump en Europa, como los de Polonia y Hungría, aún siguen las encuestas y cruzan los dedos para que Trump consiga cuatro años más en el puesto, los liberales europeos pierden las esperanzas. No es que ya no sean apasionados respecto a la política estadounidense. Al contrario, siguen religiosamente las audiencias en el Congreso para un juicio político y rezan por la derrota de Trump. Pero por fin han comenzado a darse cuenta de que una política extranjera de la Unión Europea como debe de ser no puede estar basada en quién está en la Casa Blanca.
¿Qué explica este cambio? Es factible que los liberales europeos no estén convencidos de las visiones de política exterior de los aspirantes demócratas y detecten tendencias aislacionistas en ese partido también.
A los europeos también les asusta la posibilidad de un choque al estilo de la Guerra Fría entre China y EE.UU.
Hay una buena razón para ello: Europa permanece económicamente ligada a China en formas que Washington no parece entender, como quedó evidenciado por la reciente riña sobre los planes de Huawei, el gigante chino de las telecomunicaciones, para construir redes 5G a través del continente.
Pero haciendo eso a un lado, creo que hay un cambio más fundamental: los liberales europeos han llegado a entender que la democracia estadounidense ya no produce políticas de consenso con una política exterior predecible. El cambio de presidente significa no solo una nueva figura en la Casa Blanca sino también, de hecho, un nuevo régimen. Si los demócratas triunfan en el 2020 y un presidente amistoso con Europa asume el puesto, no hay garantías de que en el 2024 los estadounidenses no elegirán a un presidente que, como Trump, verá a los europeos como un enemigo y activamente intentará desestabilizar las relaciones con Europa.
La autodestrucción del consenso en la política exterior estadounidense quedó demostrada no solo durante las recientes audiencias para un juicio político, que han visto la politización de las políticas hacia Ucrania, sino también por el hecho de que el espectro de la subversión rusa no provocó una reacción alérgica bipartidista. Cuando se les informó a los electores de Trump que el presidente Vladimir Putin de Rusia apoyaba a su candidato, comenzaron a admirar a Putin en lugar de abandonar a Trump.
Durante los últimos 70 años, los europeos han sabido que, sin importar quién ocupa la Casa Blanca, las prioridades de la política exterior de EE.UU. serán consistentes. Hoy, todo es posible. Aunque la mayoría de los líderes europeos estuvieron horrorizados por los comentarios desdeñosos de Macron sobre la OTAN y EE.UU., muchos siguen coincidiendo con él en que Europa necesita más independencia en política extranjera.
A raíz de la Guerra Fría, Dan Quayle, en ese entonces vicepresidente de EE.UU., prometió a los europeos que “el futuro será mejor mañana”. Estaba equivocado. Los líderes de Europa se están dando cuenta de que el futuro, de hecho, era mejor ayer.