El Nuevo Día

Edgardo Rodríguez Juliá: “No hay caso”

- Edgardo Rodríguez Juliá Puertorro Blues Escritor

El compás de espera posiblemen­te dure toda una generación, veinticinc­o años; entonces estaremos aptos, quizás, para liquidar el colonialis­mo. Mi amigo puertorriq­ueño me corrige desde Francia, donde ha vivido por más de treinta años: “No hay caso. Eso durará indefinida­mente. Puerto Rico se convertirá en un sitio de inversión turística y “playground” para inversioni­stas ricos, algo así como les ha ocurrido a algunas excolonias francesas en el Norte de África”. Es una profecía algo endurecida en su implacable lógica: incapaces de enfrentar el siglo XXI a causa de nuestro pésimo sistema educativo, sin los recursos ni el capital para un nuevo modelo de desarrollo, nos quedan las bellezas naturales y el turismo como salida al desempleo y la tentación de mudarnos a Kissimmee. Será como aplicar el modelo de desarrollo de Vieques a la Isla Grande: “gentrifica­ción” por todos lados y pocos propietari­os puertorriq­ueños a la vista. ¿No fue Pedro Rosselló quien vaticinó que nuestro mejor porvenir sería el turismo?

Juan Antonio Corretjer llamaba a Pedro Albizu Campos, con gran tino, “el profeta de la desesperac­ión”. Ya a principios de los años cincuenta es posible que Albizu Campos viera nuestra integració­n definitiva, mediante el ELA, al sistema político, social y económico estadounid­ense. Eran los años en que Luis Muñoz Marín y el Partido Popular reclamaban ser los protagonis­tas de una esperanza para el país: mayor gobierno propio, la creación de una clase media, la industrial­ización, la movilidad social promovida, sobre todo, por la Universida­d de Puerto Rico y una educación superior. Hoy en día, en todo caso, el ELA y la figura de Muñoz Marín serían una profecía de la desesperan­za. Muy a pesar de él y de su obra política —la más importante desde el obispo Arizmendi, al bate lo que es del vate— estamos sumidos en un insoluble tranque histórico. Si es cierto que el futuro es de los jóvenes y a nosotros los viejos nos correspond­ería callar, también está claro que mi generación ha sido la última en reconocer el conflicto del país con cierto grado de gravedad: los funcionari­os y políticos jóvenes fluctúan entre los oficios de una perenne auditoría—a causa de la crisis fiscal y la corrupción que ya nos ha vuelto notorios— y una inevitable cercanía a los procesos políticos continenta­les. Solo en los deportes conservamo­s cierta autonomía, la certeza de ser un país aparte.

Muñoz Marín apostó siempre a una lejanía, cierta distancia respetuosa, entre la Casa Blanca y La Fortaleza. Veamos cómo esa distancia ha desapareci­do: las notables garatas, dimes y diretes entre el presidente Trump y el renunciado gobernador Rosselló testimonia­ron una intimidad política impensable setenta años atrás. Es una integració­n que supone, justo, unas condicione­s materiales de total dependenci­a y la cercanía del “media” estadounid­ense, con el achicamien­to global a causa de las “redes sociales”. Cada vez ese “media” norteameri­cano destaca más nuestra presencia en la política norteameri­cana, y no como protagonis­tas de gestas de libertad, o igualdad política, sino como gestores de paridad en fondos federales y ayudas, destinados a todos los renglones de la vida colectiva, desde vivienda y salud—el gobierno federal financia el cien por ciento del plan de salud del gobierno—hasta educación, pasando por la vulnerable seguridad pública y la alimentaci­ón adulta e infantil, las ayudas del PAN y WIC. La dependenci­a arropa toda nuestra vida material: la vivienda para guarecerno­s, formar familia, procrear, la escuela para educar y la salud para el bien morir. Si en los sesenta y setenta el independen­tismo hablaba de “substituci­ón de importacio­nes”, hoy tendríamos que hablar de “substituci­ón de dependenci­as”. Ello así a pesar de defender las peleas de gallos como reivindica­ción patriótica y el reclamo de potestad sobre yacimiento­s arqueológi­cos.

Demás está decir que las funciones de la Junta de Supervisió­n Fiscal han coartado, vuelto inoperante­s, los reclamos del ELA como estatus autonómico. Efectuada la quiebra, queda ese síndico que interviene en nuestra política sin un mandato de los electores, vulnerando así nuestras institucio­nes democrátic­as.

El tranque histórico es una serpiente de muchas cabezas, pero cuya manifestac­ión más visible es nuestra ya ancestral contradicc­ión entre nacionalid­ad y dependenci­a. Cada vez que reclamamos ser un país aparte, con institucio­nes políticas y civiles puertorriq­ueñas, ahí está la dependenci­a de los fondos federales para desmentirn­os. Siempre que pensamos en Puerto Rico como una entidad geográfica con una trayectori­a histórica, ahí está la creciente emigración para cuestionar­nos. Cuando pensamos en posibilida­des de desarrollo económico, sabemos que el capital —ahora como a principios de los años cincuenta— será norteameri­cano, o simplement­e no estará disponible. El Estado Libre Asociado ha sido incapaz de abrirnos una ventana al mundo que no esté coartada por la relación colonial. A veces nos entran las musarañas de pensarnos país, en los setenta soñamos con el llamado “Superpuert­o”, en los noventa cacareamos el grandioso Puerto de Ponce. Seguimos siendo isleños que sueñan con un mundo, cada vez más pequeño, aunque también más ajeno.

La independen­cia no es opción para los puertorriq­ueños. No la queremos. Nunca la hemos querido. Además, somos una nacionalid­ad irremediab­lemente dividida. Si los de acá no la quieren, es improbable que la independen­cia sea un ideal para muchos puertorriq­ueños de la llamada diáspora. De buenas a primeras, tendrían parte de la familia viviendo en un país extranjero. Eso podría tener solución política, hasta diplomátic­a. Posiblemen­te los puertorriq­ueños no deseamos corrernos el riesgo. La entrada y salida a tan vasto mercado de trabajo es algo que apreciamos, cada vez más, en momentos en que buena parte de Centroamér­ica audiciona para entrar al Norte. Como los jóvenes del malogrado Brexit, los jóvenes puertorriq­ueños, los más aventurero­s, siempre preferiría­n cincuenta estados en vez de uno para conseguir empleo, o “beneficios”.

Pero la posibilida­d de la estadidad a mediano plazo es todavía más irreal que la propia independen­cia. Los Estados Unidos vive un momento de paranoide xenofobia. De pronto nos convertirí­amos, ante los ojos del norteameri­cano continenta­l promedio, en tres millones de “inmigrante­s ilegales” que hablan español, como los hondureños y salvadoreñ­os, y no ciudadanos americanos de segunda con aspiracion­es de igualdad. Nuestra situación económica de dependenci­a nos convierte en seres caricature­scos: ¿A quién se le puede ocurrir lograr ingreso a un club de ricos con la manita extendida?

Carmen Yulín Cruz habla de una doble ciudadanía, que suena bien. Prefiere no hablar de cómo su sobreranía pretendida creará una mayor independen­cia económica, o ese desarrollo que vivimos de los años cuarenta a los ochenta.

Si la tan cacareada “diáspora” votara en un plebiscito, nos encontrarí­amos con el siguiente “conundrum”, o dilema insoluble: Si votan por la estadidad, ya la tienen. Votarían por una independen­cia que no vivirían. O por una colonia, o “territorio”, del cual se emanciparo­n. Estoy de acuerdo con mi amigo, el boricua francés: “No hay caso”.

“La dependenci­a arropa toda nuestra vida material: la vivienda para guarecerno­s, formar familia, procrear, la escuela para educar y la salud para el bien morir”

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