Yarimar Bonilla: La maldita resiliencia
En los últimos días, hemos escuchado advertencias sin cesar sobre la necesidad de tener una mochila de emergencia. En las redes sociales, circulan numerosas imágenes de mochilas con cosas como linternas, agua, comida enlatada y mantas. Oficiales de gobierno nos explican cómo cada uno de estos objetos podrían salvarnos la vida: “Si tú estás organizado, el entorno tuyo va a funcionar”, aseguró por televisión José Cruz, exasesor de comunicaciones de Manejo de Emergencias. En su conferencia de prensa, la gobernadora Wanda Vázquez incluso utilizó la oportunidad de dirigirse al público, no para detallar el plan del gobierno frente a esta emergencia, sino para exhortarlos a que se enfoquen en asegurar sus mochilas.
Es cierto que los ciudadanos tenemos que reflexionar sobre nuestras necesidades individuales—sobre todo aquellos que necesitamos medicamentos recetados o equipos especializados. Pero realmente, ¿cuánto debemos aceptar cargar sobre nuestros hombros?
Además de galones de agua, linternas solares, latas de comida, radios y mantas—lo cual ya forma una carga muy pesada para una persona de edad avanzada, o para alguien con discapacidades, ni hablar de los encamados— ¿qué más se nos va a exigir? ¿Tenemos que ocuparnos también de catres para dormir a la intemperie, cuando nos fallan los refugios? ¿Además de motosierras para abrir caminos, debemos también comprar máquinas de demolición para levantar las paredes derrumbadas? ¿Dónde empieza y dónde termina la responsabilidad individual?
Mientras a la ciudadanía se le reprocha de ser irresponsable por no tener mochilas o por no vivir en hogares reforzados, nos enteramos de que el 95% de nuestras escuelas no está preparado para terremotos, que estos aspectos no se tomaron en cuenta a la hora de cerrar planteles en nombre de la austeridad, que se le han recortado fondos a la Red Sísmica de Puerto Rico como parte de los recortes a la UPR, y que ni siquiera existe un borrador del plan de emergencia que fue contratado hace más de un año.
Menos de 24 horas antes de que el terremoto de 6.4 de magnitud sacudiera y oscureciera a casi toda la isla, el comisionado del Negociado para el Manejo de Emergencias y Administración de Desastres, Carlos Acevedo, justificó el hecho de que no había un plan de emergencia, reclamando que “el terremoto no avisa, así que la respuesta comienza después... ahí es donde nosotros activamos y reforzamos de afuera para adentro”.
Para empezar, esta idea de que “el terremoto no avisa” esconde la realidad: los especialistas llevan décadas avisando que Puerto Rico se encuentra sobre dos placas tectónicas y que un evento sísmico era de esperarse. Además, los residentes del sur llevaban semanas sintiendo pequeños temblores que advertían que nos encontrábamos en medio de una secuencia sísmica de insegura duración. En lugar de crear una campaña de publicidad sobre las mochilas, las autoridades deberían haber verificado si las bocinas de los tsunamis funcionaban y si los planteles escolares y otros edificios de refugio aguantarían un terremoto peor. Imagínense si el temblor de la madrugada del martes hubiese ocurrido durante horas de clases—¿qué tragedia hubiese sucedido en esa escuela colapsada en Guánica? En ese caso, ¿de qué nos hubiesen servido las mochilas frente a la puerta de nuestros hogares?
Al parecer, nuestros políticos no han aprendido una sola lección, ni de María ni del movimiento de verano. En el Día de Reyes, mientras se nos decía que no nos preocupáramos por la falta de un plan de emergencia estatal, varios oficiales electos (y algunos que aspiran a serlo) se movilizaron para tomarse fotos con los sobrevivientes y las ruinas del primer gran temblor. Tal y como vimos en el famoso chat de Telegram, una vez más el manejo de imagen imperó sobre la verdadera gobernanza.
Frente a la total falta de preparación gubernamental, el enfoque y el coraje se centran en los ciudadanos: se nos dice que construimos mal, planificamos mal y reaccionamos mal. Nos mandan a correr en caso de tsunami, luego se burlan cuando salimos y el tsunami no llega. Nos dicen que nos quedemos quietos en las casas y luego nos culpan cuando se nos cae la casa encima. Nos aseguran que la luz llegará al mediodía, y luego se sorprenden cuando le creemos más a los mensajes de WhatsApp que al noticiero.
Nos mandan a meternos bajo la mesa, a escondernos en el closet y a taparnos la cabeza con la almohada si sentimos un temblor. Un manual oficial del gobierno hasta nos indica que en caso de temblor le gritemos a la tierra que pare de temblar (aparentemente los psicólogos recomiendan esto para ayudar a reducir la ansiedad).
Una y otra vez, nos exigen resiliencia, tranquilidad y calma. Toman por sentado que recurriremos a nuestras redes de apoyo familiar y comunitaria, y descuidan nuestros refugios y centros de acopio porque saben que nos tenemos a nosotros mismos.
Lo único bueno de toda esta maldita resiliencia es que nos ayuda a darnos cuenta de qué es lo que verdaderamente necesitamos y valoramos. El movimiento de este pasado verano no hubiese sido posible sin las redes de apoyo que se crearon durante María y las lecciones que aprendimos durante esos tiempos huracanados, entre ellas la revelación de que podíamos vivir sin nuestro gobernador. Veremos qué lecciones encontraremos ahora en el fondo de nuestras mochilas y cómo estos temblores sacudirán nuestro porvenir.