PROCESANDO LO INEFABLE
Frustra a quien se dedica a leer y escribir admitir que existe lo inefable, pero sí existe, y cada cual tiene lo suyo propio, de vez en cuando, imposible de expresar. Imagínese el músico empeñado en hacer sonar la nota que no puede ni escuchar. Resulta desafiante, porque tampoco podemos escucharla, pero debemos creerle su aflicción, y respetarla. Para convivir hace falta ejercer empatías, incluso partiendo del desconocimiento compartido—es parte esencial del contrato social. Cualquiera comprende en el otro lo que ya comprende en uno mismo. Lo difícil es tolerar lo incomprensible en uno mismo, y más aún en los demás.
Tememos lo inefable por asemejarse tanto a lo enfermizo. Las congojas abstractas evocan los virus desconocidos. ¿Cómo curamos, cómo evitamos contagiarnos con una condición que no podemos identificar? En esta ignorancia nos reconocemos como niños: emotivos, sin lograr explicarlo. De ahí que las tribulaciones inefables más comunes sean la extrañeza, la alienación y la nostalgia. Al terminarse una amistad, alejarse un amigo o recordar circunstancias caducadas, revivimos la confusión y la impotencia de la infancia.
La Agencia para la Seguridad en el Transporte (TSA) para garantizar la seguridad de todos sus pasajeros, le quita a un bebé su peluche para escanearlo. El bebé llora. Repentinamente, le consume la inseguridad. Los existencialismos de Camus y Sartre se radican también en este sentido de estar a la merced de fuerzas ajenas e incomprensibles.
Por más pleonasmos que le demos al asunto o silencios que guardemos, a lo inefable se le resbala lo lingüístico a la vez que lo reclama. Llorar ayuda. Leer y escribir, llenarse y vaciarse de palabras, también. La solidaridad comienza en soledad. No siempre hay que entender lo que se siente. Con intentarlo, y con sentirlo, basta. Porque lo inefable puro y total no existe. Nuestras aproximaciones valen—son lo que tenemos, lo que podemos.