Francisco A. Catalá Oliveras: Entre la trinchera y la salida
“¿Hay que salir de la trinchera? Pues claro. Los dos puntos medulares en esta agenda son cuándo (lo antes posible) y cómo (lo mejor posible)”
Un soldado en batalla se guarece en una trinchera para proteger su vida, pero siempre pensando en sus próximos pasos. Tarde o temprano tiene que salir. De lo contrario se arriesga a perder la batalla o a morir de inanición. La clave, claro está, radica en cuándo y cómo salir.
Pero, como muy bien sabe el lector, esta vez no se trata de una trinchera ni de un enfrentamiento bélico, sino de una “cuarentena” provocada por una polémica y extraña pandemia. Sin embargo, la disyuntiva es la misma.
Lo primero que hay que reconocer es que la llamada cuarentena o aislamiento preventivo no es ni puede ser absoluta o total. Si lo fuera ya la sociedad hubiera desaparecido. Los que se mantienen seguros en sus viviendas lo están porque hay trabajadores activos en los puertos, en la transportación, en el almacenamiento y en el expendio de alimentos, medicinas y otros artículos necesarios para el funcionamiento de sus hogares. También lo están porque otros trabajadores se ocupan de la infraestructura para la provisión de agua y electricidad. A estos se suman trabajadores en innumerables servicios, entre los que se destacan salud, seguridad, limpieza, comunicaciones, correo, finanzas…
Por cierto, generalmente no se reconoce a cabalidad el valor de tales tareas, lo que muchas veces se refleja en la modestia de sus remuneraciones. Cuando se carece de una valoración justa del trabajo se empuja a la gente a sentirse y actuar de manera desvalorizada. Hay cierta justicia cuando algunas crisis logran, aunque sea, hacer patente el justo valor social del trabajo.
Por otro lado, está la parálisis parcial del gobierno y el cierre, total o parcial, de grandes, medianas y pequeñas empresas. Esto se traduce en menoscabo de servicios, en desempleo y en insuficiencia de ingresos. Se afecta adversamente, tanto la capacidad de demanda del consumidor, como la fuerza de la oferta proveniente de la gestión empresarial. No falta la angustia y el sufrimiento.
Se estima que alrededor del 60 por ciento del empleo total y el 80 por ciento del empleo provisto por el sector privado provienen de pequeñas y medianas empresas, precisamente las más perjudicadas por la prolongada contracción económica, los huracanes, los sismos del suroeste, y ahora por el coronavirus. Ya la pregunta no es cuántas están cerradas, sino cuántas han desaparecido y cuántas, de las que todavía quedan, tendrán la voluntad y la capacidad de reabrir cuando cese la cuarentena. Por ello, este sector necesitará particular atención pública para establecer las bases de su apertura. Hasta la fecha, todo parece indicar que lo realizado – por ejemplo, los préstamos de protección de nómina de la Administración de Pequeños Negocios – no ha sido eficiente, ni suficiente ni inclusivo.
No existe una ciencia exacta sobre cuándo y cómo debe cesar la cuarentena y abrir la economía. Pero, como tarde o temprano hay que hacerlo, el sentido común – que dicen no es muy común– dicta ciertas precauciones iniciales. Primero, establecer prioridades para que el proceso sea gradual. Y segundo, anticipar el ordenamiento de los talleres. Quizás, para evitar la congestión de empleados, en algunos sea necesaria cierta rotación, ya sea por días o por horas. Unos más que otros podrán intensificar el “trabajo en línea”.
No deben faltar las consultas y los mecanismos de participación. En los talleres en los que los trabajadores estén organizados sindicalmente, los sindicatos deben jugar un papel significativo en tal proceso. El norte tiene que ser lograr el mejor clima de trabajo en cada taller, condición necesaria para garantizar la seguridad de todos.
¿Hay que salir de la trinchera? Pues claro. Los dos puntos medulares en esta agenda son cuándo (lo antes posible) y cómo (lo mejor posible).