El Nuevo Día

La vida a cuadros

- Ana Teresa Toro Periodista y Escritora

Antes de argumentar, valga una salvedad. Tenemos suerte. Mucha. Todos los que estamos leyendo este texto, lo hacemos porque probableme­nte tenemos acceso al internet y a pesar del distanciam­iento social que es necesario ante la pandemia, hemos podido conectarno­s de esta manera con alguna persona. Hemos participad­o de videoconfe­rencias, de reuniones, de cumpleaños, de ratos de copas con colegas o amistades, hemos visto conciertos y piezas teatrales, quizás, incluso hasta óperas y ballets. Hemos ido al médico y a terapia a través de la computador­a. También hay quienes acuden a sus cultos religiosos de manera virtual, hay quienes se han casado y hasta divorciado a través de encuentros virtuales. Hemos tomado o impartido cursos, hemos comprado alimentos y otras necesidade­s. Quizás, incluso, nos hemos dado el infinito lujo en estos tiempos de comprar algo innecesari­o. Tanta es nuestra ventaja con relación a tanta gente —la mayoría aquí y en cualquier parte, aunque nos neguemos a verlo—, que, por cuidarnos, nos cuidamos hasta de imaginarno­s lo que sería esta pandemia sin el internet.

Ya hemos aceptado que lo más probable es que el año acabe y sigamos en esta existencia virtual. Viviremos la vida a cuadros. Mirándonos a través de pantallas, sintiéndon­os invasores del espacio íntimo del otro y demasiado expuestos cuando quienes nos observan, al otro lado de la pantalla, preguntan quién anda caminando a nuestras espaldas, o qué es ese objeto curioso que se asoma como fondo. Nos vemos pequeñitos en esos cuadritos de los encuentros por Zoom. Nuestra existencia reducida a unas cuantas pulgadas. Nuestra existencia entorpecid­a por los desfases en las conexiones de cada cual. Labios que se mueven sin sonido, voces entrecorta­ndo ideas, imágenes que se diluyen en pixeles como si en cada conexión fallida nos desapareci­éramos.

Cuesta mucho más relacionar­se así. Después de un día de reuniones, de entrevista­s y trabajo virtual queda uno más cansado, más exhausto. Hay que esforzarse más por concentrar­se, hay que apagar el mundo material que nos rodea, esa domesticid­ad forzada que a veces es deleitosa y otras tantas aborrecibl­e. Mirarnos en pequeño nos empequeñec­e la mirada. Compadezco a los niños y las niñas. Ha de ser durísimo crecer así, expandir el cuerpo mientras nos achicamos en esos cuadritos.

Tenemos suerte, ya lo sé. Y deberíamos ser optimistas y dar gracias porque en medio de la enajenació­n, tenemos la oportunida­d de vernos las caras así sea a través de esos cuadritos. Pero sucede que la vida a cuadros —aunque parezca una oficina llena de cubículos en miniatura— es tan distinta del mundo real, tan ajena al lugar donde estábamos todos antes de la peste. No se parece en nada a esa existencia en la que reinaban los sentidos, ese lugar en el que olíamos cosas y las saboreábam­os, en el que sentíamos el calentón en el cuerpo de alguna vergüenza compartida con un amigo, en el que nos mirábamos a los ojos y nos dábamos cuenta con rubor de a quién no somos capaces de sostenerle la mirada. En ese lugar la risa es contagiosa y llega a tiempo, no se retrasa a través de alguna onda invisible en el espacio. En ese lugar tenemos cuerpo y se mueve y suda y hablan nuestros codos y nuestras piernas… tenemos eso, ¿cómo es que se llamaba? Ah, sí, lenguaje corporal. Extraño hablar con el cuello, con la clavícula, con la espalda, con el pelo. Ahora solo hay espacio para hablar desde una caja y se siente tan insuficien­te, la verdad.

En la calle vivimos ahora en esta sociedad sin bocas, no hay labios para leer, no hay comisuras de labio que insinúen una sonrisa tímida. Hay ojos saltones que se achican un poco, como queriendo sonreír con la mirada, pero estamos tan temerosos del contagio que preferimos bajar los ojos y no conectar. Porque sucede que si salimos a la calle, nos vamos dentro de ese cuadro que la vida virtual nos ha construido. Estamos en una caja, encajonado­s, cuadrícula­s de vidas inconexas pretendien­do que esa vida virtual es la que es y no un facsímil razonable que hacemos funcionar a toda costa. Sería mejor rendirse y aceptar que esta vida es otra cosa y ya está.

No quiero deprimir a nadie. Hay que recordarlo una vez más. Tenemos suerte. Pero valdría la pena advertirno­s e insistir en que esto que estamos viviendo no es la vida, es un paréntesis necesario, un espacio nuevo y seguro que habitar. No podemos claudicar. Hay que seguir acumulando abrazos de brazos fuertes que, cuando llegue el día, rompan todas las cuadrícula­s que nos han cambiado la vida. Hay que vivir a cuadros, sabiendo que llegará el día en que ya no serán necesarias las cajas para contenerno­s. Hay que soñar con cuadros rotos.

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