El voto presidencial
Mi abuelo paterno, Don Galo Rodríguez, fue fundador del Partido Estadista Republicano. Mi padre vivía orgulloso de ese dato familiar. Me lo mostró en el listado de delegados fundacionales, según la Historia de los partidos políticos en Puerto Rico de Bolívar Pagán. Don Galo era un humilde maestro de obras, mulato, también orgulloso de haber trabajado en la edificación de la Universidad Interamericana en San Germán, junto al Dr. Harris. Ese es mi lado pitiyanqui. Mi otro abuelo, el materno, Don José Juliá Marín, era unionista, del ala autonomista; su hermano, el novelista Ramón Juliá Marín, era anti yanqui y casi hispanófilo. En los Juliá Marín existía un solapado resentimiento: la familia se había desclasado con el cambio de moneda que tanto había empobrecido a los medianos hacendados después de la invasión. Cuando José Luis González me aseguraba que él sentía una especial debilidad por los estadistas mulatos—como lo era su padre—yo pensaba en mi abuelo Galo. Quizás esta conflictiva ascendencia sea la razón para que yo pretenda cierta ecuanimidad en lo tocante al destino de Puerto Rico.
Desde las elecciones de 1956, la estadidad ha aumentado sus votos; los vientos históricos han soplado a su favor mientras que han sido contrarios al independentismo y la autonomía. Conocemos las razones para esta “ventola” estadista: el ancestral mantengo, la otorgación de los cupones, hoy PAN, las ayudas federales en todos los órdenes de la vida, esa emigración al U.S.A. continental que nos resistimos a entender como una azarosa mudanza.
Quizás el anexionismo se reinventa cuando Carmelo Ríos, penepé y mulato, participó como delegado en la convención demócrata, dándole los votos a Biden en español. Y no sabemos bien si fue porque no sabe inglés o, a estas alturas, el anexionismo va reconociendo que dentro de la política trumpista de America First cualquier reclamo de igualdad política resulta radical: Aquí estamos para anexionarnos y lo haremos en español, ambicionamos ser ¡el primer estado hispano!
Reconociendo estos vientos anexionistas que ya soplaban al final de su vida biológica y política, Muñoz Marín le trazó un posible desarrollo al Estado Libre Asociado que el Partido Popular, por escrúpulos autonomistas, se negó a seguir. En aquellos años crepusculares el Vate habló de cómo los puertorriqueños deberíamos reclamar el voto presidencial a la vez que pagaríamos impuestos según nuestra capacidad de crecimiento económico, una fórmula de igualdad un poco ingenua, admitido, siguiendo los pruritos políticos de su juventud, es decir, la consecución de alguna dignidad política para un pueblo colonizado. Con esto había recorrido todos los estatus: fue independentista en su juventud, estadolibrista pragmático en su madurez, se acercaría al anexionismo en su vejez.
Mientras tanto, ha sido notable cómo el crecimiento del propio penepé ha desembocado en mediocridad política y corrupción administrativa, siendo las gobernaciones de Ricardo Rosselló y Wanda Vázquez los estercoleros de ese partido, desde el Chat hasta la Charbonier. Nuestra respuesta a la xenofobia anti puertorriqueña y latina, el racismo de Trump, ha sido el endoso de la comisionada residente Jenniffer González a la candidatura de éste, el secuestro político con tal de no malograr la obtención de los fondos federales, desempeño vergonzoso que no ha sido impedimento para lograr el apoyo de los electores en la revalidación de su cargo.
Justo en lo anterior se hace patente nuestra impotencia, nuestra incapacidad para votarle en contra a esa nefasta candidatura a la presidencia de Estados Unidos. Precisamente por lo que está en juego para nosotros los puertorriqueños, un voto contra Trump sería emancipador. Añoro ese voto, me gustaría tenerlo; de una vez renuncio a los remilgos nacionalistas de pensarme país aparte. Nixon fue un problema norteamericano mientras que Trump es un problema para el planeta. Pero no puedo. Tan cerca y tan lejos. Si es que el COVID-19 no se encarga de matarlo, no podemos ni siquiera votar en contra de él. Estas son mis cuitas coloniales, los blues de la impotencia estadolibrista.
Decía Pedro Albizu Campos que el peor enemigo de la Independencia se llama Mr. Cheque. Así fue y así es. Todos aceptamos los mil doscientos dólares del CARE sin chistar, los cogimos del aire junto con el papel toalla que nos tiró en María. No conozco a nadie que los haya devuelto; ni siquiera los patriotas de siempre. Fufi Santori y Juan Mari Brás siguen siendo los últimos en renunciar a esa ciudadanía que nos otorgó el cheque. Algún patriota vendrá con la argumentación de que se trata de una “reparación”, o “indemnización”, por la condición colonial a que hemos sido sometidos. Si es así, la única indemnización que sería recurrente es la de los fondos federales bajo la estadidad, y ésta, en la cultura política que representa el republicanismo según Trump, resulta imposible, por lo menos en el horizonte de esta generación, quizás hasta pasado más tiempo.
Mientras esto ocurre, nuestra política insular es cada vez más mediocre y municipal, existen contradicciones insalvables cuando intentamos algo más que el manejo de la Junta de Supervisión Fiscal y los fondos federales. Carmen Yulín Cruz, soberanista, creyente en un “país aparte”, presentó en las primarias del Partido Popular su validación como parte de la izquierda liberal norteamericana—endosos de Grijalva, Warren y Sanders— y perdió ante un estadolibrista conservador y un alcalde de pueblo.
Por otra parte, la estadidad sería el reclamo de un movimiento de izquierda, a la manera de los que luchan por la igualdad y los derechos civiles y políticos en el Norte. Los penepés no se enteran por su mediocridad: Lo que es aquí un movimiento conservador cuando cruza el charco, allá, se convierte en uno de izquierda, como lo sería, en estos tiempos de retranca trumpista, admitir a la unión un estado hispano.
Siempre he pensado que lo peor que ha podido ocurrirle al irresoluto estatus de Puerto Rico es haber tropezado con el Colegio de Abogados y Abogadas, o como escribió Zeno Gandía: “Afanosos redentores que no acaban de redimir”. Leo en el periódico sobre el abogado de la diáspora, Manuel Rivera, portavoz del grupo “Puertorriqueños Unidos en Acción” (PUA), cuya membresía estaría dispuesta a votar por Trump una vez éste le dé su apoyo a la Independencia de Puerto Rico. Se trata de una Jenniffer González al revés. Ningún abogado o abogada me ha aclarado si la diáspora votará en un plebiscito auspiciado por el Congreso, o será convocada para la tan cacareada Asamblea Constituyente. Después de todo, la diáspora constituye más de la mitad de los puertorriqueños. En lo que politólogos y constitucionalistas enderezan ese entuerto pasarán cien años más.
Voto presidencial y pagar los impuestos que se puedan; así habló el Vate, ya un poco derrotado, casi anexionista por confiscación. Sería el desarrollo de un estatus colonial en que seguiremos por buen tiempo: La Independencia no la queremos, la estadidad resulta imposible; solo nos queda seguir patinando en el lodazal del Estado Libre Asociado.
Si el COVID-19 resultase misericordioso con un viejo de setenta y cuatro años y sobrepeso, si los boricuas en la Florida votaran a favor de Biden, para así contrarrestar los votos del exilio cubano y venezolano a favor de Trump, podríamos ser hasta protagonistas mundiales, reivindicarnos de nuestra invisibilidad colonial.
“Precisamente por lo que está en juego para nosotros los puertorriqueños, un voto contra Trump sería emancipador. Añoro ese voto, me gustaría tenerlo; de una vez renuncio a los remilgos nacionalistas de pensarme país aparte”