El Nuevo Día

Cezanne Cardona Morales: Campeche en la era del Zoom

- Cezanne Cardona Morales Escritor

La pintura de José Campeche nunca fue tan actual como ahora. Mirar los retratos de funcionari­os y obispos coloniales, encerrados en sus aposentos interiores, resulta tan familiar como la exposición casera de nuestra era digital tras el confinamie­nto pandémico. A finales del siglo 18, Campeche pintaba sobre planchas de caoba y lienzos encargados por la oficialida­d estatal y eclesial, pero en nuestro tiempo apenas dibujamos sobre una pantalla interactiv­a guiada por el imperio de compañías cibernétic­as privadas. Las nubes que invaden el interior monacal de “La visión de San Francisco” de Campeche, ahora pueden leerse como rastros de la omnipresen­cia del “Cloud” digital a donde enviamos a encuaderna­r las fotos del álbum familiar virtual. Lo mismo pasa con la vacuna: San Pfizer ruega por nosotros.

La actual militariza­ción de la vacuna del COVID-19, bajo la Guardia Nacional, es similar al retrato que pintó Campeche en 1797 del gobernador Ramón de Castro señalando a su guarnición de soldados desde un falso balcón. En estos días, la esclavitud del teletrabaj­o es apenas palpable en los retratos hablados de la digitalia que hacemos por Zoom. Algo parecido sucede en el retrato del gobernador Miguel de Ustariz, el único cuadro de Campeche donde aparecen esclavos. La diferencia es que Campeche pintaba, recreaba y evocaba un criollismo en ciernes, pero en esta era del Zoom -obligados a una precaria estética del home madecrioll­izamos cualquier desastre público y privado en boca del meloso logro personal del “por lo menos nos vemos por aquí”, del “pronto saldremos de esta” o el ya el clásico “pudo ser peor”.

En su biografía sobre nuestro primer pintor, Alejandro Tapia y Rivera dice que Campeche apenas paseaba por la ciudad. Tal vez ese “Quédate en tu casa” diecioches­co tenga algo que ver con la narración rococó del enclaustra­miento. En las pinturas de Campeche, los funcionari­os coloniales nos miran desde el confinamie­nto de ciudadano distinguid­o porque quieren que miremos sus poses y salones, la personalid­ad de gabinete, la arquitectu­ra interior y la góndola imperial: telas, muebles, losas, alfombras y cortinas. El despliegue del inventario afectivo se reduce al maniquí, al retrato congelado, a una mano empuñando un bastón borlado, a otra señalando un paisaje esquivo o agarrando un mapa de la ciudad. Nuestro inventario afectivo de pandemia es igual de casto: puñito, codo, emoji, o abrazo virtual. Si Edgardo Rodríguez Juliá vio en la pintura de Campeche una melancolía fundaciona­l, en estos nueve meses de encierro hemos negado la tristeza y la ansiedad con una estética de despacho, decorado con un background más falso que el neoclasici­smo y repujado de un aire de moralismo post-educativo, más parecido al sonograma fetal que al holograma prometido de la ciencia ficción.

En los primeros meses del encierro, la pintura de Edward Hopper se impuso por la soledad que mostraban sus personajes. Me fascina la idea de que Hopper pintara mientras los ciudadanos tapaban sus ventanas ante amenaza de bombardeo japonés. Pero esa heroica soledad ya no explica la nuestra porque estamos obligados a mirar a la cámara. Si no pago internet por mi cuenta mis hijos ni se educan ni comen. ¡Vaya adelanto! El sueño del Zoom crea monstruos, diría Goya. Vivimos en un presente constante, sin deseo ni pasado, como si Cronos ya no tuviera hambre.

Por suerte, en la obra de Campeche sobrevive el pasado de un sueño impostado -aunque colonialde obra pública, a pesar de que el paisaje es el gran ausente; sus arbustos y flores bien trabajadas están tan alejadas de la naturaleza como nosotros de la biología. Saltamos del siglo 18 al 21 como si nada. Teams, la otra plataforma que compite con Zoom, se ha vuelto un aliado que borra el vecindario y la comunidad; el vecino solo existe cuando ladra su perro. De la máquina que fabricaba la individual­idad en Campeche, pasamos a la fábrica del individual­ismo corporativ­o: una provincia benévola y bubónica de novísimo despotismo ilustrado.

Si bien el arte es revelación y engaño, como dice Antonio Muñoz Molina, en nuestra época la revelación digital es la evidencia del quiebre de lo gratuito y la obra pública. Cuando a finales del siglo 20 los periódicos alrededor del mundo ofrecieron gratis sus contenidos en la web, jamás pensaron que tendrían que recoger velas. ¿Quién los obligó? Cuando compartimo­s la foto en las redes sociales a principios del siglo 21, con la idea de la socializac­ión, jamás pensamos que tendríamos que ofrecer nuestras casas como fast foods pedagógico­s. ¿Quién nos obligó? El experiment­o se volvió reforma. El general Alejandro O’Reilly estaría más que orgulloso. Nada parece detener la avanzada de este nuevo siglo 18.

“El sueño del Zoom crea monstruos, diría Goya. Vivimos en un presente constante, sin deseo ni pasado, como si Cronos ya no tuviera hambre”

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